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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

EL ÚLTIMO RELATO DE LAURA

“Hijo de las sombras”

 

La noche se asomaba por el horizonte y el niño se estremecía en la silla, nunca le había gustado la oscuridad, con el frío, la soledad y el terror que irradiaba. Su madre, cada día más preocupada por su hijo, había decidido que ya era mayor para superar sus miedos; así que lo llevó a la cama y deseándole las buenas noches salió por la puerta ignorando las llamadas de su hijo. El pequeño intentó conciliar el sueño, no tenía tanto miedo, en su mesilla había una pequeña lucecita. El niño observaba las sombras que los muebles producían en la penumbra, sombras que poco a poco fueron transformándose en sus peores miedos. El niño siguió llamando a su madre hasta que, cansado de que nadie lo escuchara, comenzó a recordar la causa de sus miedos; la oscuridad volvía a llamarle con una voz dulce y tentadora y él, desesperado, se protegió tapándose con las mantas.

- No voy a hacerte daño, solo quiero que vengas conmigo – decía la oscuridad.

El niño temblando de miedo se aferró más aún a las mantas haciendo caso omiso a la llamada de la oscuridad.

- ¿Realmente piensas que así no te veo? – insistía ella – conmigo serás más feliz.

El pequeño volvió a llamar a su madre, pero esta vez gritando, con lágrimas en los ojos; pero nadie escuchaba, nadie contestaba, nadie vendría a salvarlo. La oscuridad reía y reía, pero no porque estuviera alegre, sino fría y cruelmente. Se fue acercando al niño, poco a poco, hasta que apagó la pequeña lucecita de su mesilla y con ella toda esperanza del niño.

- Tu madre no puede oírte, solo estamos tu y yo – decía dulcemente – pequeñín no tengas miedo, solo quiero enseñarte mi mundo.

El niño aterrado contestó a la oscuridad:

- No quiero dejar mi casa, mi madre me quiere y no quiero vivir sin luz

La oscuridad estalló en una sonora carcajada que llenó al niño de una terrible sensación de soledad y abandono

- Tu madre no te quiere, ¿Por qué sino te ha dejado solito esta noche?

El pequeño intentaba cada vez más desesperado sacar de su cabeza todos aquellos pensamientos que la oscuridad iba metiendo; todo aquello era mentira, su familia lo quería, no estaba solo. Pero todo aquello era inútil, no podía luchar contra ella, solamente era un pequeño niño de tres años.

- ¡Déjame ya en paz! No me gusta tu risa, me da miedo – gritó a la oscuridad

Y ésta volvió a reír con la potencia de un trueno, haciendo retumbar las paredes y vibrar los libros de cuentos. El niño no podía más, estaba aterrado, su madre no vendría, de eso estaba seguro. La oscuridad entró en su mente, induciéndole más miedo del que sentía, el pequeño intentaba resistirse aún a sabiendas de que no era posible.

- Sabes que no puedes resistirte pequeño, no malgastes fuerzas intentando plantarme cara, porque es inútil – sonaba en su mente.

Su cabeza se llenó de oscuridad, de miedo, de frío, de soledad; ya no tenía sentido resistirse a ella, ella formaba parte de él. Sus ojos, antes azules como el mar, no se distinguían ahora de la pupila y arrebataban toda su luz a todo aquello que miraran, su rostro se tiñó del pálido de la luna y sus pequeñas manitas ya no temblaban, ahora reposaban tranquilas sobre sus piernas cruzadas encima de la cama. Miraba a la oscuridad sin ninguna emoción en su rostro, con mirada fría y serena.

- ¿Aún crees que este es tu sitio? – preguntó dulcemente la oscuridad

- No, mi sitio es la noche – contestó con una voz monótona, sin reflejar ningún sentimiento – soy hijo de las sombras, hermano de las estrellas, mi casa es la luna.

La oscuridad satisfecha con su contestación le tendió la mano, oscura y fría.

- Coge mi mano y te mostraré tu nuevo hogar.

El niño aceptó su mano y junto a ella desapareció en la noche, fundiéndose en ella, abandonando su mundo, integrándose en el de las sombras.

 

 

 

 

COLECCIONO RISAS

Una sonrisa cuesta poco y produce mucho, no empobrece a quien la de y enriquece a quien la recibe. Dura sólo un instante y perdura en el recuerdo eternamente...Charles Chaplin.

 

 

Colecciono risas de todos tipos.  Empecé coleccionando sueños, pero no se por qué razón se me desvanecían todos.  Hay que decir que el buen coleccionista de risas tiene que estar siempre alerta y dispuesto a conseguir una nueva. Empecé capturándolas con un viejo magnetófono de tamaño descomunal dotado de un micrófono con capucha de espuma, pero ahora dispongo de material más sofisticado e incluso he podido grabar algunas con una modernísima cámara de video del tamaño de un paquete de tabaco que me permite añadir al sonido la inestimable riqueza de los gestos.

Hay tantas risas como tipos de personas, por eso es muy difícil tener alguna repetida para poder cambiarla con otros coleccionistas y seguramente nunca conseguiré tenerlas todas.

Tengo risas de todo tipo: franca, nerviosa, falsa, sardónica, de niño, de desprecio, de miedo, de tristeza, de payaso, de político, tímida, sincera, oculta, irónica, entre dientes, oculta, a mandíbula batiente, de burla, de satisfacción, de alivio, tonta y muchas más.

Después de un tiempo coleccionándolas he encontrado varias formas de clasificarlas, pero la que más me gusta es la clasificación vocal.  Me explico: la risa puede articularse terminándola en a, JAAAAAAA (la risa franca de toda la vida), en “E”,JEEEEEEEE (la risa guasona, cargada de cierta suficiencia), en I, JIIIIIII (la risa tímida de pollita adolescente) en O , JOOOOOO (la de Papa Noel e individuos con abundante abdomen) y la más difícil de todas en U, JUUUUU (es la risa snob, grandilocuente, del que quiere llamar la atención)

De todos modos dicen que la risa es sana.  No obstante, oí decir: “Me muero de risa” así que no se si es mejor vivir de tristeza.

 

JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ.- PINA  marzo de 2007

EL AGUJERÓN

                   EL AGUJERÓN

Mi nombre es Eugenio y me dedico a eso de los inventos.  Tengo patentados más de seiscientos artilugios de mayor o menor utilidad.  En este momento estoy trabajando en algo que va a revolucionar la tecnología actual: la máquina definitiva de construcción de agujeros.

 

Mi nueva máquina, que sólo es un prototipo, permite añadir agujeros a todo tipo de materiales.  Hasta ahora lo he utilizado para los macarrones, quesos de gruyere con defectos, cañones macizos, rosquillas y otras cosas comunes que sin agujeros no son nada.  Pero la revolución de mi descubrimiento es la posibilidad de hacer agujeros en la economía de un país, en las finanzas de una empresa, en la capa de ozono e incluso en un agujero.

 

Otra línea de negocio que estoy estudiando es la venta al por menor de agujeros.  Pienso que si consigo un envoltorio adecuado podría vender sólo el agujero de los macarrones ideal para las dietas de adelgazamiento, agujeros de quita y pon que permitirían operaciones a corazón abierto sin necesidad de molestos costurones, luego una vez sustituidas coronarias, válvulas o eliminados coágulos, bastaría con quitar el agujero y otra vez tendríamos un torso impecable.  No obstante tengo algunos problemas legales con mi invento, me explico, el gobierno quiere apropiarse de él para utilizarlo, me imagino, con fines militares.  Espero que  no tenga que ofrecerlo al mejor postor y que quien lo compre no le dé por hacer un agujero negro y se trague todo el planeta.

JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

PINA  marzo de 2007

 

ENTREVISTA AL SR. MEDIO

        

Estamos en la casa del auténtico hombre corriente.  Vive en un edificio que no se distingue en nada de los que le rodean: la misma fachada, la misma puerta, el mismo recibidor con espejo a la izquierda y la misma mujer.  Su estatura es media, ni alto ni bajo, su cara nunca expresa nada fuera de lo normal.  Tiene un trabajo aburrido del que no está nada satisfecho, como casi todo el mundo.  No tiene aficiones raras, no bebe en exceso, no es una mala persona, pero tampoco es el buen samaritano.  Nos recibe embutido en una bata de cuadros tres tallas más pequeña de lo que necesita y calzado con unas destrozadas zapatillas de guata y con esa cara de sueño que se nos pone los sábados por la mañana.

 

-Buenos días, pasen –nos dice- estaba a punto de tomarme un café con magdalenas.

 

Nuestro anfitrión nos conduce sin aspavientos, sin movimientos bruscos ni forzados, a un saloncito en el que entran los rayos de sol tamizados por una cortina color teja que oculta una tímida ventana.

 

-¿Así que usted es el español medio?

-Eso dicen, tengo el sueldo medio, la familia media, el coche medio, la edad media y espero llegar a la vida media. Tengo dos hijos (en eso me aparto de la media que son 1,8, pero el mayor es un poco disperso), hago el amor una vez a la semana (preferentemente los viernes), tengo una dieta con más calorías de las que necesito y bebo más alcohol que el que recomiendan los médicos.  No hago casi ejercicio, paso más tiempo en el trabajo que jugando con mis hijos y comparto las tareas del hogar solamente en un 21,5 %.

-¿Así que su existencia es una pura estadística?

- Sí y por eso mi trabajo consiste en sondear la opinión del espectador medio, yo mismo, del consumidor medio, “el menda”, el elector medio y en todas las facetas de la vida pública en las que se necesita investigar las tendencias de las mayorías.  Me paso el día explicando a los publicistas que color de envoltorio es mi preferido, que forma de bote de champú me resulta más atractivo y si me da vergüenza pedir una coca-cola Light.  Me llaman los encuestadores de todos los partidos esperando que me decante por sus respectivas tendencias políticas.  Mi mesa de trabajo está repleta de propaganda y muestras gratuitas, de bolígrafos con logotipos brillantes y hasta una navaja con el emblema de una conocida central sindical.   

 

La entrevista discurre sin ninguna sorpresa, el Sr. Medio nos ofrece su mejor perfil para el reportaje fotográfico, siempre del lado derecho, camina por todo el salón con pequeños saltitos hasta que algo nos sorprende: ¡Su lado izquierdo no existe! En su lugar hay un vacío extraño, que nos hace emitir un grito horrorizado.

 

¿De qué se extrañan? –nos dice- ¿qué querían del español medio?

 

JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

PINA  marzo de 2007

 

EL BESO Y SUS MODALIDADES

EL BESO DE CINE

El beso de cine es el beso romántico por antonomasia, paradigma del beso apasionado, no obstante, el mito queda desmontado si se observan bien las imágenes de un beso en primer plano. El ardiente beso ficticio casi nunca es en la boca, parece que los actores tuviesen un extraño pudor y, aunque estén en pelotas, los besos los estampan en la barbilla. ¡En el cine todo es mentira! –dicen los viejos- De todos modos siempre nos quedarán los besos llenos de fuerza, virilidad y polvo de John Wayne. Ese tiarrón de casi dos metros que tomaba a las damiselas con abrazo de oso en celo. Yo siempre me preguntaba: ¿ Cuantas actrices habrán destrozado esos bíceps poderosos hasta grabar la escena? ¿Cuántas roturas costales se habrán producido y cuantas erosiones habrá infringido la lija de su barba? Las pobres chicas lo miraban con el cuello torcido, extasiadas y asustadas ante semejante hombre, temblorosas entre las manazas rudas que igual te dan un mamporro que te endosan seis tiros con su revólver semiautomático. Bien pensado peor lo tenían los caballos, pero eso es otra historia que ahora no hablamos de bienestar animal en el transporte.

De todos modos, hay que admitir –es de justicia- que no se puede incluir en el mismo saco a los besos de las películas porno. Aquí si que los besos con lengua son con lengua (¡y hasta que profundidad! ¡que variedad! ¡que profusión de saliva! (hay quien diría que en exceso) ¡que gran diversidad de posiciones labiales: besos en la boca, en las orejas, en los labios (tanto mayores como menores) en el ombligo, en el glande (y en el “pegqueño” en el menor de los casos)… Naturalmente en el porno también son fingidos y, desengañémonos, al final no se casan como en las películas normales.

EL OSCULO

La primera vez que leí que ósculo significaba beso me escandalicé. Me dije: ¡Qué guarrada! ¡que depravación y que todo! Luego, profundizando más, me di cuenta que ósculo no es un beso en el culo, como yo pensaba, que eso es el beso negro-no se por qué todo lo malo ha de ser negro- me imagino que este último –el negro- lo inventarían los griegos clásicos que siempre han sido muy amantes de la puerta trasera.

A mí me gusta clasificar a los besos por sus nacionalidades. Dejando a un lado al beso griego veamos otros ejemplos:

El beso francés –no confundir con el “francés a secas”- es el beso con lengua de toda la vida con sus distintas modalidades: beso de tornillo, beso ventosa, beso limpieza de caries, beso con pirsing lingual –este es un beso de extrema dificultad solo apto para profesionales, abstenerse los no iniciados y a los que recientemente han visitado al ortodentista-, beso mete y saca etc.

Es muy importante, en este tipo de besos, el tragar saliva “antes de” ya que si se hace “durante” o “después de” podemos producir un, nada erótico, charco que afea –en mi opinión- la belleza del momento. También hay que tener cuidado con los ruidos de succión y los inevitables acompañamientos manuales en busca de escotes y braguetas.

Al beso casto, por el contrario, yo lo llamo beso inglés. Son besos casi sin contacto, que se practica en la mejilla o en la mano. Dependiendo de la efusividad son sordos o sonoros. Son besos de saludo, protocolarios, de compromiso, sin pizca de sensualidad ni apego. También aquí podemos encontrar distintas modalidades: beso eléctrico –el que se estampa como un rayo diciendo: hay queda eso-, beso profiláctico –el que se dan las pijas para no estropear el maquillaje- de repetición –el que se dan los franceses que, tan abundantes ellos, dan tres en lugar de dos-, el cristiano –pongo mi otra mejilla-, el de Judas –te doy sólo uno pero me saco trece monedas-, el servil –le beso los pies o, lo que es peor, el culo-, el de esclavo –submodalidad del anterior adorado por sadomasoquistas en prácticas y que se adorna con profusión de cueros y fustas- beso cansino –muy frecuente en las fiestas de noche vieja sobre todo las muy concurridas-entre otros.

Es muy importante, en este tipo de besos, saber por que lado empezar, ya que sino se corre el riesgo de darse un coscorrón o, lo que sería más embarazoso, darlo en los labios. Este problema lo tienen resuelto los rusos; lo que nos lleva a una nueva modalidad nacional: beso ruso. Ellos –digo yo que será por el frío- se los dan todos en los morros. A nosotros nos da risa ver a esos altos dignatarios ex-sobiéticos, con sus pobladas cejas y sus mejillas rojo vodka, darse el lote con el Bush de turno, que, haciendo acopio de todo su lado femenino, soporta el enérgico y húmedo saludo sin inmutarse. Yo siempre he pensado que los de la KGB han utilizado el beso como arma bacteriológica de la guerra fría, ¡qué fácil es introducir una purulenta bacteria disfrazada de halitosis!

Naturalmente no podemos olvidarnos, y con esto termino, del beso esquimal que, como todo el mundo sabe, es un beso de narices. Y digo yo, ¿Cuántos mocos no se repartirán en el Polo con este método? Aunque bien mirado seguramente allí las mucosidades se congelarán al instante y así se mantiene muy bien la cadena del frío. De todos modos este beso está, como los Inuits, en vías de extinción ya que sus inventores están poco dispuestos a que les toquen las narices y prefieren cazar renos mientras haya y retozar en sus igloos hasta que los derrita el cambio climático.

 

HOY ES MARTES

                          

            ¿Quién es ese imbécil  que me mira en el espejo? ¿Soy yo o una caricatura de lo que fui?  Me veo viejo, el pelo, que antes poblaba mi cabeza, se obstina en crecer en sitios equivocados: en las orejas, en la nariz, en las cejas (parezco a Bresnief) y en la espalda aun que no los vea.

            Los pelos de la barba me salen en tres colores: negros, pelirrojos y blancos.  ¡Y que duros son los puñeteros!  Nunca me ha gustado afeitarme, no sé si por vagancia o por lo mucho que me corto al hacerlo.  Empiezo siempre en la mejilla izquierda, luego la barbilla, donde más cuesta rasurar, la otra mejilla y termino siempre en el bigote.  Últimamente he tenido que incluir, y no me gustan los cambios, un recorrido por encima de la nariz donde me han salido nuevos pelos.  Los de las orejas no me atrevo a cortarlos; me he comprado un aparatito a pilas de esos que anuncian en la tele-tienda y promete maravillosas depilaciones en nariz, orejas, entrecejo y nuca, pero todavía no lo he desembalado.  Que cosa más curiosa: conforme pasa el tiempo, crece la nariz y las orejas mientras el resto del cuerpo mengua (si exceptuamos la barriga)

            Hoy es martes, así que me he puesto la camisa de cuadros azules, la que me da buena suerte.  No soy supersticioso, pero es que hoy es martes y los martes “ni te cases ni te embarques”.  Salgo de casa teniendo cuidado de hacerlo con el pie derecho, no soy supersticioso, pero es que hoy es martes y los martes… La calle está desierta y nadie me ve escupir en los registros del agua corriente.  Tengo que acertar de lleno, por lo menos, en diez de ellos y solo hay catorce hasta la parada del bus, así que tengo poco margen de error.  La cosa va bien, ya he acertado a nueve y me quedan aún tres registros.  Misión cumplida, el día está salvado.

            Subo al bus, el conductor lleva bigote.  No me gustan los conductores con bigote así que me bajo al instante, que hoy es martes y no hay que tentar a la suerte.  Viene otro autobús, lo conduce un extranjero, pero no hay rastro de bigote.  No hay asientos libres en el lado derecho, me quedo de pie ¿habré fallado alguna diana?  En la calle hay aparcados doscientos once coches –número primo, que como todo el mundo sabe da buena suerte- por lo tanto me bajo en la siguiente parada aunque estoy a tres manzanas de mi destino.

            En el primer semáforo, me paso a la acera de la izquierda, allí la sombra, a esta hora, se proyecta de izquierda a derecha como a mí me gusta.  El paso de cebra tiene un número impar de líneas blancas, cuidado de no pisar fuera de ellas.  La acera es nueva, el enlosado brilla con la luz de la mañana.  A esta hora no encontraré mendigos, no me gustan los mendigos.  En la puerta de la oficina de empleo hay un macetero enorme, lo han pintado de verde, mala cosa, a mí no me gusta el verde, da mala suerte y sobre todo los martes.  El corazón me late con fuerza, para colmo hay una escalera cerca de la esquina, mis piernas se niegan a seguir, me paro en seco.  ¿Y si en la oficina hay un mendigo? ¿Y si lleva bigote? ¿Y si lleva un número de pelos que no es un número primo?  ¿Y si va vestido de verde? ¿Y si me dan empleo?

            Me vuelvo, empiezo a caminar desandando lo andado, comienzo con el pie derecho, mañana será otro día, que hoy es martes…

 

PINA 16 de febrero de 2006

JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

AL FINAL DEL TUNEL


Me veo reflejado en la vitrina del aeropuerto, la noche se ilumina con los potentes focos de los aviones dispuestos a despegar. Estoy cansado, aburrido de tanto esperar y me afano por pegar la mejilla en este cristal frío e inmenso.

Los futuros pasajeros esperan resignados su vuelo y evitan cruzar las miradas por temor a tener que iniciar una conversación. Maletas desparramadas por el suelo se amalgaman con la sórdida basura de las horas punta. Los altavoces de la sala de espera cumplen su misión con machacona insistencia e inundan todo de idiomas extraños.

Cada vez estoy más hipnotizado por las luces del exterior. Veo las bombillas que marcan la pista de aterrizaje y comprendo la atracción que sienten los aviones por sus luminosas marcas. Un boeing 747 acaba de despegar, dejando, tras de sí, un ruido ensordecedor que ha hecho vibrar el vidrio y me produce un cosquilleo en los pelos de la nariz. La imagen se repite: uno despega, otro aterriza, uno despega, otro aterriza, parece el baile de galanteo de unas descomunales aves nocturnas que, en lugar de poner huevos, depositan pequeños individuos trajeados y ruidosos.

Pero, de pronto, un Airbus ocupa el horizonte y una luz cegadora va llenando todo mi campo de visión. No puedo separarme de la ventana, la luz del avión me atrae, me magnetiza, me abraza. Me pican los ojos, oigo gritos de pánico a mi alrededor, pero yo no me muevo. El avión se hace cada vez más grande, ahora todo es luz y es tan cálida…Parece que puedo distinguir, en la cabina, los rostros de terror de los tripulantes, los brazos tensos del piloto tirando del timón, los gritos sordos de las azafatas y el olor fétido de la muerte.

De pronto, todo se apaga, estoy en un inmenso pasillo negro, de suelo liso, extremadamente liso, pero no resbalo. Camino como un autómata y no sé si subo o si bajo, si voy para delante o retrocedo, pero no puedo parar. Un brillo lejano fija mi rumbo, ahora tengo un objetivo, un punto de referencia donde dirigir mis pasos. Poco a poco, paso a paso, la oscuridad va dando lugar a una luminosidad creciente que me atrae ¡Cómo comprendo, ahora, a las polillas que se fríen en las bombillas de las farolas! Mi pulso se acelera, las piernas amplían sus zancadas, ya estoy corriendo y no me canso nada. Lo que antes era un resplandor inerte se ha convertido en una estrella de luz que no quema, que me envuelve, que me arrulla. La luz me llama, la luz me inunda y todo mi cuerpo se estremece en un orgasmo sin sexo. Es la plenitud, soy parte del todo, la energía fluye en mí. Ahora soy luz. Ya queda poco del Yo, pero algo me retiene, miro hacia atrás y veo el pasillo negro, ¿qué me impide avanzar? Me he detenido. Un cordón viscoso tira de mi cuerpo hacia lo oscuro; el cordón se tensa, mi alma regresa…

-¡Desfibrilador, éste aún respira! –grita una voz cargada de prisa- yo abro un ojo y veo su cara. Me fríen a vatios y el corazón bombea. ¿Qué ha fallado? Mi cuerpo está en el suelo y yo lo estoy viendo desde fuera. ¡Ahora lo entiendo! ¡El puto cordón que me lastra! ¿Cómo puedo cortarlo? Intento tirar de él, pero mi cuerpo inerte lo tiene bien sujeto y lo succiona goloso como si fuera la manguera que huye del incendio.

-Déjenme en paz –les grito desde mi garganta sin voz- y un enfermero mueve mi cuerpo. Entonces descubro un punto débil en el cordón. Una ligera fisura cerca de la espalda, tiro con toda mi alma y mi vida muere. Vuelvo al pasillo, corro sin ruido, pero… ¿no hace más calor? ¿no es más roja la luz que me atrae? Avanzo con cautela, pero no puedo frenar mi impulso, el pasillo desciende y el resplandor quema. Grito y mi aullido en el calor se ahoga. Un magma sólido me recibe ardiente, me derrito en su seno y Pedro Botero se ríe…

JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

PINA A 15 DE febrero de 2006

PESADILLAS DE BOLSILLO

Este relato lo presentó mi hija Laura para el concurso de relatos de la Ribera Baja.  No ganó pero quedó entre los cuatro primeros y se lo publican.

  Pesadillas de bolsillo

 

Era una noche calurosa de verano.  Como siempre nos sentamos, mi amigo Carlos y yo, en uno de los desgastados y cochambrosos bancos del parque. 

Esta noche era especial, venía un amigo nuestro del pueblo de al lado con el que compartíamos amistad desde las fiestas pasadas.  Pasaron unos minutos hasta que se hizo visible un foco de luz que traspasaba las hojas de los árboles.  Ya estaba aquí Joan.

Apareció entre los árboles una moto que llevaba a nuestro esperado amigo. 

Había cambiado mucho.  Pero conservaba su abundante cabellera castaña y su mirada verde brillante.

Estuvimos conversando animadamente sobre nuestras cosas, pero de repente metió su mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó de él un porro.  Lo miré extrañado, ¿qué hacía con él mi amigo?

-¿Queréis? – nos preguntó – he traído muchos y puedo compartirlos.

-No sé – dijo Carlos - ¿acostumbras a consumirlos?

-Si – contestó extrañado – sino cómo los iba a tener.

-Ah, no sé. Te los podrían haber dado para probar.

-Pues va a ser que no. – dijo chistosamente y se volvió hacia mí - ¿Y tú, Juan, que me dices?  ¿Pruebas o no?

-Lo que haga Carlos – contesté tímidamente.

-¿No me digáis que os habéis vuelto unos cobardes? – Dijo imitando a una gallina.

-No – Dijimos Carlos y yo simultáneamente – Probaremos.

Así que nos dio uno a cada uno y nos lo fumamos.  Al instante sentí un intenso mareo y las cosas antes conocidas se convirtieron en otras alargadas y multicolores.  Empezamos a reírnos sin razón y a tirarnos al suelo encanados de la risa.  Pasaron las horas y el efecto terminó, esa experiencia nos gustó.

-¿Quién te los vende? – Preguntó Carlos impaciente

-Mi amigo Alexis, si quieres os traigo mañana.  ¿Qué me decís? – Nos dijo apremiante.

-Por mí bien. – contestó Carlos y a continuación me miró esperando mi respuesta.

-Por mí también.

Al día siguiente la mercancía nos llegó en manos de nuestro amigo.  A partir de ese día nos volvimos adictos. 

Al principio nos pareció un vicio que podíamos controlar y que nos divertía.  Pero poco a poco dependíamos del porro para ser felices y no sufrir una crisis nerviosa.

Mi madre se preguntaba qué me pasaba y por qué me gastaba tanto dinero, pero no lo llegó a descubrir.  Solamente seguía observándome preocupada todas las noches. 

Pasó el tiempo y cada vez nuestro vicio se nos escapaba más del presupuesto y a mí se me acababan las excusas.  Carlos parecía cada vez más apagado y alterado, tenía la misma vitalidad que un enfermo crónico. 

Un día,  nuestro distribuidor, nos vendió muy baratas unas semillas de Marihuana.  Carlos y yo, ilusionados, las plantamos en un lugar secreto en el que de pequeños jugábamos a hombres de las cavernas.  Se trataba de una zona a resguardo del viento cerca del río.  Allí las plantamos, ilusionados, sin pensar que ello sería nuestra perdición. 

Pasaron los meses y tras largas jornadas de cuidados a nuestras adoradas plantas, por fin dieron su fruto.  Tras la cosecha las pusimos a secar en una cueva que había al lado, y allí pasaron una larga temporada hasta que estuvieron listas.  Ya estaba bien avanzado el curso y nuestras notas iban a peor; solamente pensábamos en nuestras plantas. 

Poco después empezamos a consumir de nuestra propia reserva, lo que suponía una mejora porque teníamos toda la que queríamos gratis, pero por otra parte un inconveniente ya que cada vez consumíamos más. 

Un día, en una de nuestras numerosas visitas a nuestro “Paraíso de la Marihuana”, se oyeron pasos y surgió de la nada una luz cegadora que nos advirtió que alguien nos había descubierto.  El pánico nos poseyó ¿Qué íbamos a hacer?, ¿será la policía?,…

- ¡Rápido, por aquí! – Me susurró Carlos al oído.

Y nos dirigimos a la entrada de un túnel muy estrecho.  En él no se podía caminar erguido, así que tuvimos que huir corriendo encorvados como primates.  Cuando aún no vislumbrábamos la salida, vimos algo que se asomaba de ella. ¿Qué sería?  Nos acercamos cautelosamente, silenciosos y nos escondimos tras una gran columna que había delante de la sombra.  Estuvimos observando durante unos largos y espantosos minutos, a  la espera de que nuestro intruso desapareciera.  Carlos, harto de tanto esperar, se aventuró a descubrir quién era el mirón.  Anduvo lento y silencioso hasta llegar a la salida del túnel.  Yo seguía paralizado tras la columna, asustado y preocupado por lo que podía pasarle a mi amigo.  Pero él volvió corriendo y con una gran sonrisa en los labios.  Nuestra amenaza era un pequeño zorro que acechaba a la boca del túnel. 

Conseguimos vadearlo fácilmente ya que estaba tan asustado como nosotros mismos.  Tras esa huída  vertiginosa, llegamos a nuestras casas exhaustos. 

Esa noche me planteé el sentido de mi adicción y tras los contratiempos que habíamos sufrido y en el estado en el que me encontraba, decidí dejarlo para no sufrir riesgos. 

Al día siguiente, después del instituto se lo comuniqué a Carlos, le pareció una idea espantosa.  Yo argumenté mi opinión y le intenté convencer con todas mis fuerzas.  Nuestra conversación acabó en una disputa tan fuerte que nos dejamos de hablar.  Era el fin de nuestra espléndida amistad comenzada en nuestra infancia; había perdido al mejor amigo que nunca tuve y que jamás podría sustituir.

Mi voluntad venció sobre mi adicción y logré superar lo que me había producido tantos problemas.  Pero, ¿de qué me servía si no tenía a Carlos a mi lado? Él, a cada día que pasaba se le veía más alicaído y enfermo.  De vez en cuando, intentaba hablar con él, pero siempre me evitaba; iba a su casa y me cerraba la puerta en las narices, le llamaba por teléfono y me colgaba.  No sabía que hacer; lo mejor sería dejar pasar un tiempo hasta que las cosas se calmaran y poder pasar a la acción. 

Un día recibí una llamada de teléfono inesperada, era la madre de Carlos.  Me pedía que acudiera al hospital que Carlos había sufrido una sobredosis.  Sin pensarlo dos veces, salí de casa como un rayo y cogí mi moto.  Conduje impaciente y tenso, y maldije a quién inventó los semáforos que no hacían otra cosa que retrasarme en mi camino. 

Llegué al hospital y abordé a la señorita de la recepción con mis preguntas.  Ella me respondió, con voz cansada, que me dirigiera a la habitación nº 34.  Corrí por los pasillos hasta dar con la habitación, llamé a la puerta y la abrí.  Allí encontré a mi queridísimo amigo en una cama con numerosos aparatos y cables saliendo de su cuerpo.  Me acerqué a él con cautela y se percató de mi presencia.  Esperaba que reaccionara con odio retenido; pero al contrario, levantó su mano como gesto de disculpa y brotaron de sus ojos brillantes lágrimas que circularon por su rostro enfermo y cayeron a las sábanas.

-¿Podrás algún día perdonarme? – me preguntó entre sollozos – he sido cruel contigo, solo intentabas advertirme de lo que me iba a pasar.  Tenías razón, ¿por qué no te hice caso?

-No te culpo;  no eras tú mismo, eras lo que la droga había hecho de ti

-¿Me perdonas?

-Claro, Carlitos. – le dije cariñosamente.

Carlos me quería decir algo pero de su boca no salía ningún sonido, a continuación un molesto pitido taladraba mis tímpanos.  Algo iba mal.  Carlos se estaba muriendo y yo no podía hacer nada.  Me arrojé sobre su cama y le cogí una mano, me miraba con ojos vidriosos y llenos de lágrimas.  Una oleada de médicos y enfermeras invadieron la sala.  Trajeron consigo numerosos equipos para intentar salvarlo, pero todo era inútil.  Los médicos me dedicaron un gesto negativo y yo deduje de lo que se trataba.  No podía ser.

-Adiós amigo, gracias por alegrar mis últimos momentos.

El cuerpo sin vida de mi amigo se encontraba entre mis brazos, no podía creérmelo.

-¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Noooooooooooooooooooooooooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!……………

 

 

Me desperté sudoroso y enredado en las sábanas.  ¿Solo había sido un sueño?,¡era tan real!  No podía ser.  Me levanté con dificultad y miré el reloj.  Eran las 6 de la mañana.  Sin pensarlo dos veces llamé al móvil de Carlos, que contestó al décimo tono. 

-¿Qué quieres a estas horas, Juan?

-Nada, saber si estás bien.

-Si, ya.  Dime que pasa realmente.

Le conté mi sueño y él me escucho atento y respetuoso. 

-Bueno, ahora que estás más tranquilo, esta noche viene Joan.  ¿Qué casualidad?

-Vale.  Pues nos vemos donde siempre a la misma hora.

 

Esa noche salí de mi casa y caminé hacia el parque.  Por el camino me encontré con Carlos y anduvimos juntos hasta nuestro destino.  Todo transcurrió como en mi sueño: el mismo ambiente, la misma luz cegadora, llegó Joan, hablamos, nos ofreció un porro…  Pero algo cambió, los dos rechazamos su oferta.  Joan se burló de nosotros, pero nos daba igual; porque mi sueño había sido una premonición y sabíamos lo que iba a pasar.  Nuestro supuesto amigo se marchó en su reluciente moto echando chispas por el enfado.  Nos quedamos allí observando las estrellas con un intenso sentimiento de triunfo en nuestros corazones. 

Todo había terminado, aunque en realidad acababa de empezar…

 

LAURA GONZÁLEZ GAYÁN

Jueves, 29 de octubre de 2005