PESADILLAS DE BOLSILLO
Este relato lo presentó mi hija Laura para el concurso de relatos de la Ribera Baja. No ganó pero quedó entre los cuatro primeros y se lo publican.
Pesadillas de bolsillo
Era una noche calurosa de verano. Como siempre nos sentamos, mi amigo Carlos y yo, en uno de los desgastados y cochambrosos bancos del parque.
Esta noche era especial, venía un amigo nuestro del pueblo de al lado con el que compartíamos amistad desde las fiestas pasadas. Pasaron unos minutos hasta que se hizo visible un foco de luz que traspasaba las hojas de los árboles. Ya estaba aquí Joan.
Apareció entre los árboles una moto que llevaba a nuestro esperado amigo.
Había cambiado mucho. Pero conservaba su abundante cabellera castaña y su mirada verde brillante.
Estuvimos conversando animadamente sobre nuestras cosas, pero de repente metió su mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó de él un porro. Lo miré extrañado, ¿qué hacía con él mi amigo?
-¿Queréis? – nos preguntó – he traído muchos y puedo compartirlos.
-No sé – dijo Carlos - ¿acostumbras a consumirlos?
-Si – contestó extrañado – sino cómo los iba a tener.
-Ah, no sé. Te los podrían haber dado para probar.
-Pues va a ser que no. – dijo chistosamente y se volvió hacia mí - ¿Y tú, Juan, que me dices? ¿Pruebas o no?
-Lo que haga Carlos – contesté tímidamente.
-¿No me digáis que os habéis vuelto unos cobardes? – Dijo imitando a una gallina.
-No – Dijimos Carlos y yo simultáneamente – Probaremos.
Así que nos dio uno a cada uno y nos lo fumamos. Al instante sentí un intenso mareo y las cosas antes conocidas se convirtieron en otras alargadas y multicolores. Empezamos a reírnos sin razón y a tirarnos al suelo encanados de la risa. Pasaron las horas y el efecto terminó, esa experiencia nos gustó.
-¿Quién te los vende? – Preguntó Carlos impaciente
-Mi amigo Alexis, si quieres os traigo mañana. ¿Qué me decís? – Nos dijo apremiante.
-Por mí bien. – contestó Carlos y a continuación me miró esperando mi respuesta.
-Por mí también.
Al día siguiente la mercancía nos llegó en manos de nuestro amigo. A partir de ese día nos volvimos adictos.
Al principio nos pareció un vicio que podíamos controlar y que nos divertía. Pero poco a poco dependíamos del porro para ser felices y no sufrir una crisis nerviosa.
Mi madre se preguntaba qué me pasaba y por qué me gastaba tanto dinero, pero no lo llegó a descubrir. Solamente seguía observándome preocupada todas las noches.
Pasó el tiempo y cada vez nuestro vicio se nos escapaba más del presupuesto y a mí se me acababan las excusas. Carlos parecía cada vez más apagado y alterado, tenía la misma vitalidad que un enfermo crónico.
Un día, nuestro distribuidor, nos vendió muy baratas unas semillas de Marihuana. Carlos y yo, ilusionados, las plantamos en un lugar secreto en el que de pequeños jugábamos a hombres de las cavernas. Se trataba de una zona a resguardo del viento cerca del río. Allí las plantamos, ilusionados, sin pensar que ello sería nuestra perdición.
Pasaron los meses y tras largas jornadas de cuidados a nuestras adoradas plantas, por fin dieron su fruto. Tras la cosecha las pusimos a secar en una cueva que había al lado, y allí pasaron una larga temporada hasta que estuvieron listas. Ya estaba bien avanzado el curso y nuestras notas iban a peor; solamente pensábamos en nuestras plantas.
Poco después empezamos a consumir de nuestra propia reserva, lo que suponía una mejora porque teníamos toda la que queríamos gratis, pero por otra parte un inconveniente ya que cada vez consumíamos más.
Un día, en una de nuestras numerosas visitas a nuestro “Paraíso de la Marihuana”, se oyeron pasos y surgió de la nada una luz cegadora que nos advirtió que alguien nos había descubierto. El pánico nos poseyó ¿Qué íbamos a hacer?, ¿será la policía?,…
- ¡Rápido, por aquí! – Me susurró Carlos al oído.
Y nos dirigimos a la entrada de un túnel muy estrecho. En él no se podía caminar erguido, así que tuvimos que huir corriendo encorvados como primates. Cuando aún no vislumbrábamos la salida, vimos algo que se asomaba de ella. ¿Qué sería? Nos acercamos cautelosamente, silenciosos y nos escondimos tras una gran columna que había delante de la sombra. Estuvimos observando durante unos largos y espantosos minutos, a la espera de que nuestro intruso desapareciera. Carlos, harto de tanto esperar, se aventuró a descubrir quién era el mirón. Anduvo lento y silencioso hasta llegar a la salida del túnel. Yo seguía paralizado tras la columna, asustado y preocupado por lo que podía pasarle a mi amigo. Pero él volvió corriendo y con una gran sonrisa en los labios. Nuestra amenaza era un pequeño zorro que acechaba a la boca del túnel.
Conseguimos vadearlo fácilmente ya que estaba tan asustado como nosotros mismos. Tras esa huída vertiginosa, llegamos a nuestras casas exhaustos.
Esa noche me planteé el sentido de mi adicción y tras los contratiempos que habíamos sufrido y en el estado en el que me encontraba, decidí dejarlo para no sufrir riesgos.
Al día siguiente, después del instituto se lo comuniqué a Carlos, le pareció una idea espantosa. Yo argumenté mi opinión y le intenté convencer con todas mis fuerzas. Nuestra conversación acabó en una disputa tan fuerte que nos dejamos de hablar. Era el fin de nuestra espléndida amistad comenzada en nuestra infancia; había perdido al mejor amigo que nunca tuve y que jamás podría sustituir.
Mi voluntad venció sobre mi adicción y logré superar lo que me había producido tantos problemas. Pero, ¿de qué me servía si no tenía a Carlos a mi lado? Él, a cada día que pasaba se le veía más alicaído y enfermo. De vez en cuando, intentaba hablar con él, pero siempre me evitaba; iba a su casa y me cerraba la puerta en las narices, le llamaba por teléfono y me colgaba. No sabía que hacer; lo mejor sería dejar pasar un tiempo hasta que las cosas se calmaran y poder pasar a la acción.
Un día recibí una llamada de teléfono inesperada, era la madre de Carlos. Me pedía que acudiera al hospital que Carlos había sufrido una sobredosis. Sin pensarlo dos veces, salí de casa como un rayo y cogí mi moto. Conduje impaciente y tenso, y maldije a quién inventó los semáforos que no hacían otra cosa que retrasarme en mi camino.
Llegué al hospital y abordé a la señorita de la recepción con mis preguntas. Ella me respondió, con voz cansada, que me dirigiera a la habitación nº 34. Corrí por los pasillos hasta dar con la habitación, llamé a la puerta y la abrí. Allí encontré a mi queridísimo amigo en una cama con numerosos aparatos y cables saliendo de su cuerpo. Me acerqué a él con cautela y se percató de mi presencia. Esperaba que reaccionara con odio retenido; pero al contrario, levantó su mano como gesto de disculpa y brotaron de sus ojos brillantes lágrimas que circularon por su rostro enfermo y cayeron a las sábanas.
-¿Podrás algún día perdonarme? – me preguntó entre sollozos – he sido cruel contigo, solo intentabas advertirme de lo que me iba a pasar. Tenías razón, ¿por qué no te hice caso?
-No te culpo; no eras tú mismo, eras lo que la droga había hecho de ti
-¿Me perdonas?
-Claro, Carlitos. – le dije cariñosamente.
Carlos me quería decir algo pero de su boca no salía ningún sonido, a continuación un molesto pitido taladraba mis tímpanos. Algo iba mal. Carlos se estaba muriendo y yo no podía hacer nada. Me arrojé sobre su cama y le cogí una mano, me miraba con ojos vidriosos y llenos de lágrimas. Una oleada de médicos y enfermeras invadieron la sala. Trajeron consigo numerosos equipos para intentar salvarlo, pero todo era inútil. Los médicos me dedicaron un gesto negativo y yo deduje de lo que se trataba. No podía ser.
-Adiós amigo, gracias por alegrar mis últimos momentos.
El cuerpo sin vida de mi amigo se encontraba entre mis brazos, no podía creérmelo.
-¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Noooooooooooooooooooooooooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!……………
Me desperté sudoroso y enredado en las sábanas. ¿Solo había sido un sueño?,¡era tan real! No podía ser. Me levanté con dificultad y miré el reloj. Eran las 6 de la mañana. Sin pensarlo dos veces llamé al móvil de Carlos, que contestó al décimo tono.
-¿Qué quieres a estas horas, Juan?
-Nada, saber si estás bien.
-Si, ya. Dime que pasa realmente.
Le conté mi sueño y él me escucho atento y respetuoso.
-Bueno, ahora que estás más tranquilo, esta noche viene Joan. ¿Qué casualidad?
-Vale. Pues nos vemos donde siempre a la misma hora.
Esa noche salí de mi casa y caminé hacia el parque. Por el camino me encontré con Carlos y anduvimos juntos hasta nuestro destino. Todo transcurrió como en mi sueño: el mismo ambiente, la misma luz cegadora, llegó Joan, hablamos, nos ofreció un porro… Pero algo cambió, los dos rechazamos su oferta. Joan se burló de nosotros, pero nos daba igual; porque mi sueño había sido una premonición y sabíamos lo que iba a pasar. Nuestro supuesto amigo se marchó en su reluciente moto echando chispas por el enfado. Nos quedamos allí observando las estrellas con un intenso sentimiento de triunfo en nuestros corazones.
Todo había terminado, aunque en realidad acababa de empezar…
LAURA GONZÁLEZ GAYÁN
Jueves, 29 de octubre de 2005
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