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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

PUBLICACIÓN DE SIN FRANQUEO

Ya aparece en la web de Mira Editores, una reseña de Sin franqueo. Todo llega.

Aunque parezca raro, estaré firmando ejemplares en la caseta de Mira Editores el día 28 de mayo de 6 de la tarde hasta las 9 en la feria del libro de Zaragoza. Es decir firmo antes que presento. Cosas del proceloso mundo editorial.

EN LA FERIA DEL LIBRO DE ZARAGOZA 2011 SE PRESENTA

EN LA FERIA DEL LIBRO DE ZARAGOZA 2011 SE PRESENTA

Ayer me confirmaron que mi primera novela "Sin franqueo" la publica Mira Editorial. Ha sido un largo camino, algo así como el parto de la elefanta, pero al final verá la luz a finales de mayo coincidiendo con la feria del libro de Zaragoza. 

 

“Sin franqueo” es una novela de corte costumbrista y social, ambientada en los primeros años de la posguerra española.

Teo, cartero de profesión y excombatiente de los dos ejércitos contendientes, toma posesión de su primer destino como oficial de correos en  Bellarduy. Allí va conociendo a los habitantes que lo pueblan conforme les va entregando su correo. Entabla amistad con el secretario, don Marcial, el Agustinico, el Benjamín “el dulero”, y se enamora de Ángela, la sobrina del cura.

Escrita en primera persona, la novela va describiendo la vida sencilla de un pueblo del somontano altoaragonés en los primeros años de la posguerra. Teo nos va dando a conocer aspectos de la sociedad endogámica que le ha tocado por suerte, su inicial falta de adaptación a sus costumbres, su inmediata inclusión en el grupo de los “forasteros” junto a Marcial, el secretario, y el cura mosén Julián. Nos va presentando su visión particular de su paso por la guerra, mediante confidencias en las tardes etílicas del casino. Teo arrastra las heridas morales de su paso por el ejército republicano y las cicatrices físicas ganadas en el bombardeo de Alcañiz, cuando tuvo que cambiar de bando e integrarse en las tropas italianas enviadas por Musolini en auxilio de los sublevados.

Marcial, por su parte, en un principio no quiere hablar de su pasado. Sólo el alcohol y la nostalgia le hace soltar la lengua confiando en su nuevo amigo. Gracias a esa camaradería, Teo conoce a la esposa del secretario: Isabel. Una enigmática mujer que parece vivir en el mundo de los espíritus, privada de raciocinio, presa de una enfermedad mental.

Con Benjamín, “el dulero”, Teo comparte su amor por la literatura. El pastor confiesa, a su nuevo amigo, su analfabetismo y el cartero se brinda a enseñarle a leer. Benjamín le regala una cabeza de león tallada en madera de boj para adornar el buzón de la estafeta.

Al final de la primavera, llega a Bellarduy Ángela. Teo se ve atraído por ella desde el primer momento. En la noche de san Juan, los dos jóvenes charlan distendidamente, pero algo hace que Ángela no permita el acercamiento de Teo.

El protagonista sobrelleva los continuos desplantes de Ángela y acepta viajar con el alcalde al valle de Arán, allí donde Benjamín se ha desplazado con las ovejas de todo el pueblo. En la montaña, Teo sufre un accidente y eso le hace conocer a Clarisa, una hermosa curandera que le recompone su maltrecha pierna y le pronostica el futuro leyéndole la mano.

Al regresar a Bellarduy la relación con Ángela se va consolidando. Sin embargo la pareja sufre el rechazo frontal de Teresa, la madre de Ángela.

Teresa, a la que todos del pueblo acusan, veladamente, de ser la barragana del cura, gasta un humor de perros y despide con cajas destempladas a Teo cada vez que éste osa dirigirle la palabra.

Ángela recibe unas inquietantes cartas sin remite ni franqueo y, con cada una de ellas, reacciona de la misma forma: se niega a hablar de ellas y deja a Teo hecho un mar de dudas comido por los celos.

La forma de narrar la historia, integrando en la trama elementos de intriga, amor y tragicomedia, consiguen que la novela sea muy fácil de leer. Con un lenguaje pretendidamente sencillo, se busca gustar tanto al público joven, necesitado de conocer esa parte de nuestra historia, como a los que sufrieron en sus carnes las miserias que en la novela se cuentan. Seguramente, muchos se sentirán identificados con los habitantes de Bellarduy y, quién sabe si todavía “el Agustinico” seguirá haciendo muescas en su vara cada vez que ve un avión volando sobre su cabeza. 

PLATILLOS VOLANTES por José M. González Martínez

 

Las noches de verano, cuando Pina no contaba con alumbrado público, eran un hervidero de niños jugando entre las sombras que proyectaba alguna solitaria bombilla que había resistido a las pedradas.

Eran juegos sencillos, pero que permitían la participación de chicos de todas las edades. Agrupados por barrios, los del “Hogar Cristiano” constituíamos el grupo más numeroso. Allí, las casas idénticas, perfectamente alineadas, todas vestidas de blanco, iban nutriendo de soldados al ejército más temido.

            Y es que, a pesar de lo que dicen los nostálgicos de esa época, a lo que más jugábamos era a guerras. Teníamos marcada una frontera imaginaria justo en el descampado de “la Vuelta del Curro”. La escuela, para nosotros los del Cristiano, era territorio hostil, así que nada más que terminaban las clases teníamos que correr como posesos atravesando las líneas enemigas bajo la lluvia de piedras que nos lanzaban los de “la Parroquia”, que , si bien eran menores en número, eran mayores en edad y muy diestros en el manejo del tirachinas.

            Curiosamente, ambos bandos contendientes habíamos adoptado como bandera un equipo de futbol que llevaba el mismo uniforme de rayas: el Atlético de Madrid los unos y el Atlético de Bilbao nosotros. De vez en cuando se jugaban partidos con tintes casi bélicos. Con las porterías marcadas con dos piedras, sin larguero ni postes, los límites del campo imaginario y el número de jugadores indeterminado, nos enfrentábamos hasta que se hacía de noche. Las patadas marcaban las espinillas y los zapatos perdían el lustre de sus punteras.

            Otras veces jugábamos “al bote” y no sé cómo nos las arreglábamos, pero las más de las veces acabábamos en una melé de carne sudorosa, enfrascados en una pelea en la que se perdía por aplastamiento. ¡Cuántas veces sucumbimos, mi primo Tomás y yo, a esa tortura! Empezaba la bronca y, sin saber por qué, ya estábamos mordiendo el polvo. Seguramente sería por nuestra corta talla y nuestro aspecto enclenque o, quizá, por el temperamento indómito de Tomás, capaz de enfrentarse a chicos que le doblaban en peso por un “quítame a mí esas pajas”.

En aquellos tiempos en los que no había Play Station ni maquinetas electrónicas —de hecho no había ni electrónica—, los juegos se practicaban en la calle y la calle dictaba sus leyes. Existía un calendario no escrito que hacía que de pronto todos nos pusiéramos a jugar al “gua” o al “triángulo apostando los pitos en cada partida.

—Esta bola vale cuatro —decía uno.

—De eso nada que está “chinada” —contestaba otro observando como un orfebre las imperfecciones de la bola de cristal que había ganado.

Y es que el “pito” de barro constituía el patrón monetario de los niños: una bola de cristal valía hasta cinco pitos, un pito de piedra se cambiaba por dos de barro y luego estaban los “bolones” y las bolas de hierro que se obtenían de cojinetes de rodamientos. Todos teníamos una bola o un pito preferido con el que nos sentíamos invencibles hasta que un jugador más hábil, o con más suerte, nos lo ganaba y nos despojaba de lo que más queríamos, eso si jugábamos “de verdá” pues siempre había quien se rajaba a mitad de partida pidiendo clemencia:

—Ésta es “de mentiras”, que estamos entrenando —imploraba.

Jugar a los pitos tenía su técnica que había que aprender perdiendo primero. Se empezaba tirando con la uña del pulgar. Luego nos íbamos iniciando en una práctica más efectiva: con el hueso. Eso dotaba de mayor fuerza y precisión a los tiros y nos hacía creernos superiores.

Sin embargo, la temporada de los pitos pasaba pronto y un día, sin saber la razón, todos buscábamos la sombra para jugar a los platillos —no a las chapas que diría uno de capital—. Con piedras y, en el mejor de los casos, con un martillo sustraído a nuestros padres, conseguíamos aplanar la chapa convirtiéndola en un planísimo platillo que volaba buscando el montón.

Desde una distancia convenida, se lanzaban contra una pared los platillos respetando el turno. Si el tapón metálico montaba sobre uno de los que estaban anteriormente en el suelo te los llevabas todos.

Cada vez estoy más convencido de que esos juegos fomentaban la ludopatía. Había verdaderos tahúres entre nosotros y eran los más temidos a los que nadie quería enfrentarse. Por eso, y tal vez por nuestra poca pericia, mi amigo Jesús, Tomás y yo, preferíamos jugar en el corral de casa fuera de las competiciones oficiales de la calle.

Luego estaban los petardos: martinas, bombetas, petardos de diez por peseta, petardos de estrella y hasta cohetes y bengalas.

Todos esperábamos al inicio de las fiestas para que mi tío Ángel empezara a vender pólvora en cantidades industriales. No sé como narices, aquel kiosco de tejado de chapa que se calentaba como un horno, no voló por los aires con semejante arsenal dentro.

Las bombetas eran las preferidas de todos en los días de las vacas. Mi tío las compraba envasadas en cajas de cartón gris y cubiertas de cascarilla de arroz para evitar que explotasen con el menor golpe. Antes de ponerlas a la venta, soplábamos la paja en la parte de atrás del kiosco y las contábamos por si había que reclamar. Luego, sin ningún problema con la edad de los compradores, las ofrecíamos a peseta y los niños se las llevaban para lanzarlas a la plaza cuando pasaba la vaca.

Ahora si echo la vista atrás, recuerdo nuestras peleas con los chicos del cuartel de la guardia civil, los juegos de espadas, arcos y flechas, tirachinas y pedradas, olor a pólvora, “cuqueras” y sangre en los tobillos y tengo que reconocer que no somos muy justos al decir que los juegos de nuestros hijos sean violentos.

Pensando en mi niñez… me río yo del paintball y el Kunter Strike.

VENTANILLA INDISCRETA Por José Manuel González Martínez


El mundo contemplado desde la ventanilla del kiosco de la plaza no deja de ser una visión parcial de la realidad.  El sol, que cae a capazos sobre las chapas metálicas de la estructura, convierte en sauna la sesteante espera. 

Estoy sentado en mi taburete, ojeando revistas que luego vendo, una vez que he leído todos los tebeos que llegaron en el coche de línea.

El reparto de los periódicos lo hice a primera hora de la mañana, con la fresca, cuando todavía los clientes de los bares no sabían si tomarse un café o empezar con el vermú.

Hoy tampoco me han dado propina y es que la cosa está muy achuchada y nadie está para alardes.  Los jornales escasean y los ricos son más ricos porque no gastan su dinero.

Conforme se acerca el medio día observo como los pájaros pierden su defensiva timidez y se atreven a posarse en el mostrador.  A veces parece que puedo distinguirlos y no me cave duda de que, el descarado gorrión que picotea los montoncitos de azúcar que se acumulan en la tabla, me conoce tan bien como yo lo conozco a él y sabe que no le voy a hacer daño.

Los empleados del ayuntamiento están montando las vallas de madera que cierran la plaza para evitar la huida de las vacas bravas.

Los chicos observamos el ritual entre nerviosos y expectantes, pues sabemos que ya queda muy poco para que empiecen las fiestas. 

Desde mi atalaya de hojalata, observo como se va engalanando la plaza, como las banderas empiezan a cubrir los balcones y como la puerta del ayuntamiento recupera su color al liberarla de la capa de polvo que acumula.

Los bares preparan montañas de sillas plegables para las terrazas y los camiones que los abastecen de bebidas no cesan de descargar sus líquidas mercancías. 

Nosotros también nos hemos preparado para las fiestas.  Mi tío se ha surtido de abundantes cantidades de pipas, gominolas, regaliz rojo y negro, chiches Cheiw, patatas fritas y de alguna que otra novedad de la temporada. 

En el almacén, que tiene alquilado junto al Banco Hispano Americano, se mezclan los olores de los dulces con los salados y con el cierto tufillo a humedad que desprenden sus paredes.  El mismo local que antes albergó unos recreativos que explotaba también mi tío. 

 

“Un millón para el mejor” rotulaba un cartel de madera sobre el dintel de la puerta.

 

A mí siempre me produjo cierto desasosiego el eslogan que había elegido mi tío para su negocio. 

—¿Qué pasa si empiezan a salir monedas de las máquinas y todo se llena de duros? —Me preguntaba en mi inocencia hasta que me di cuenta de que el millón era de puntos y todo lo más que conseguías era una partida gratis o si me apuras… bola extra.

  Mi máquina preferida era la que se situaba al fondo.  Costaba el doble que las demás y con ella, gracias a la escopeta fijada a un sólido soporte de hierro, se podían cazar ciervos, gamos y el premio gordo: un oso negro que se mostraba rampante desafiando al tiro luminoso del arma. 

Yo alardeaba de mi posición de privilegio de sobrino del dueño para fantasear ante mis amigos de las muchas partidas de balde que disfrutaba —aunque no fuesen tan abundantes como decía—, pero la verdad es que nunca pude saber dónde escondía mi tío la llave que abría las máquinas y con ella la gratuidad del juego.  Seguramente siempre la llevaba consigo, me imagino que para evitar tentaciones innecesarias.

En la “Sala de Recreativos” todavía flotaba cierto olor a zapato viejo y a brea, pues antes de servir para el negocio de las máquinas tragaperras fue el local de la zapatería que regentaba mi tío.

Ahora, repara, de vez en cuando, algún zapato por compromiso y sobre todo los balones de reglamento del Club de Fútbol Pina del que es un forofo impenitente (aunque no tanto cómo del Real Madrid).

Desde la única puerta del kiosco se pueden ver crecer las garitas de los feriantes, unos conocidos de otros años y otros teñidos por la uniformidad de los bronceados rotundos y las manchas de grasa.

Con la familia de los que montan la caseta de tiro y el tiovivo tenemos cierta amistad.  La madre de la familia tiene verdadero terror a las vaquillas.  El año pasado la oí relatar el escabroso episodio de la cogida de su hijo mayor en unas fiestas de un pueblo que no recuerdo.    La vaca lo empitonó por detrás y le destrozó el ano y parte del intestino.   Desde entonces, el pobre muchacho tiene que vivir con una bolsa apestosa pegada en su abdomen. 

Cuando sueltan las vacas por la plaza, la buena señora cierra a cal y canto su garita y desde aquí se le puede oír rezar con vehemencia.

Pero, sin lugar a dudas, los más populares de las atracciones son los autos de choque.  Mi tío también se relaciona con los propietarios de los coches eléctricos y consigue fichas gratis que luego reparte.

Mi madre tiene casi tanto miedo a los coches eléctricos como a las vacas.  Todavía recuerda cuando llegué a casa con una enorme brecha en la frente tras un choque frontal en la pista.  Por eso, cuando consigo fichas tengo que utilizarlas casi a escondidas.

De vez en cuando aparece por la puerta mi abuelo José con su impecable traje negro y el chaleco del que cuelga la cadena del reloj Roscopf Patent que le regaló mi padre.  Tocado con un precioso sombrero de fieltro parece un señorito andaluz —que ironía—.

 

—El sombrero de un hombre —me instruye el abuelo—, dice mucho de quién lo lleva.  Hijo mío, cuándo seas mayor, si quieres que te respeten déjate barba y usa siempre sombrero, que quién se cubre la cabeza no sólo se protege del sol también evita que se le escapen los pensamientos.

Mi abuelo está empeñado en que su nieto, de adulto, sea alcalde y siempre le dice a mi hermana:

—Cuándo tu hermano sea alcalde tú será la Reina de las Fiestas.

No sé si a mi hermana le hace mucha gracia eso de ser Reina de las Fiestas y menos por designación municipal, pero nadie se atreve a contradecir a mi abuelo.

Hoy es el día de la presentación de las Reinas y la tarde promete tormenta.  Empieza a tronar y se ha levantado un viento feroz.   Estoy empezando a sentir miedo por nuestra integridad.  La lluvia arrecia y golpea con estrépito la liviana estructura del kiosco.

Mi tío dice que no nos puede pasar nada, pero acaba de caer un pino enorme a menos de doscientos metros de nosotros.  La ventanilla, sujeta con un débil pestillo, apenas resiste los embates del aire huracanado.  Ha empezado a caer granizo y el estruendo es ensordecedor.

Tras veinte interminables minutos, todo ha terminado.  La plaza parece un lago, está completamente anegada de agua, hielo y ramas.  Han caído varios árboles y ahora exhiben sin decoro sus raíces frondosas.  Se ha ido la luz y se empiezan a escuchar lamentos de los propietarios de los bares que tenían cargadas sus cámaras de helados.  Más de un parroquiano ha aprovechado la ocasión y podrá comer frisel —un poco derretido— para la cena.

El suministro eléctrico sigue sin reestablecerse.  Parece que va a ser necesario suspender la Presentación. Menos mal que ni yo soy el alcalde ni mi hermana la Reina de las fiestas.

CUADERNO DE TAPAS NEGRAS

 

El señor Ezequiel poseía la única gasolinera que había a cincuenta kilómetros a la redonda de Bellarduy.  Su situación en medio de ninguna parte, entre Barbastro y la frontera con Francia, le proporcionaba la situación estratégica que constituía el secreto de la prosperidad de su negocio.

Además, el señor Ezequiel, mantenía surtida una tienda en la que podías encontrar las cosas más peregrinas, algo así como las “Galeries Lafayette” del alto Ésera.

Para el señor Ezequiel no había horarios. No le importaba que le despertasen en medio de la noche para repostar gasolina.  Los camioneros que hacían la ruta del estraperlo, lo sabían y aprovechaban la nocturnidad para hacer más anónimos sus viajes.

Seguramente, la envidiable relación del señor Ezequiel con los estraperlistas era la razón del increíble surtido de su trastienda. Allí no faltaban, en esos tiempos de carestía, las medias de seda o los zapatos de charol y lo mismo podías encontrar una linterna que un saco de patatas de la Argentina.

Yo solía ir a su gasolinera, con mi bicicleta de barra y mi uniforme reglamentario de cartero, para llevarle su abundante correo y algún que otro paquete postal.

—Carta de su hijo, señor Ezequiel, que le escribe desde Cádiz –le decía mirando el matasellos.

—Este hijo mío, siempre tan viajero, más le valía ayudarme con el negocio y dejarse de monsergas. 

—Que va a hacer el pobre, si está en el Servicio.

—Si hombre, ya me dirás tú lo que hace un montañés de marinero de guerra.

En ninguna de mis visitas pude evitar entrar en la tienda. Iluminada por una única bombilla y los pocos rayos de sol que dejaba pasar una ventana de cristales ahumados, parecía que entrabas en la cueva de Alí Babá. Un maremágnum de mercancías se amontonaba, sin orden aparente, entre estanterías de madera combadas por el peso de los artículos y el polvo de años.

El suelo también se cubría con abundante género, lo que dejaba, únicamente, un pasillo estrecho por dónde serpenteaba un atareado señor Ezequiel, con los brazos siempre cargados de bultos.

—Tenga cuidado que se va a caer —le decía—. Cualquier día se nos mata y, con tantos cacharros, no le encontraremos en meses.

—No te preocupes por mí, Teo, que yo no necesito ver para andar por mi tienda.

— ¿No le parece que sería mejor que ordenase algo el negocio? Perdone si me meto en dónde no me llaman, pero no se cómo hace para encontrar las cosas sin un mapa.

—Sé perfectamente dónde tengo cada cosa, además así me aseguro de que nadie me roba.

—Claro, sería muy difícil que nadie pudiera salir de este laberinto –le decía con sorna y él me respondía, entre grandes carcajadas, con su voz rotunda que hacía temblar los cristales:

—No seas guasón. ¿No querrás unas botas buenas del ejército alemán que me trajeron ayer?

Y es que no desaprovechaba cualquier ocasión para hacer negocio. Al ver mi cara de admiración, sin esperar mi respuesta se apresuraba a decir:

—Te las guardo entonces, que son de tu número.

No sé cómo podía recordar tantos pormenores el señor Ezequiel. No olvidaba un santo, un aniversario o celebración que le pudiese reportar beneficios en su negocio. Pero, de la misma manera que se acordaba de esos detalles, tampoco perdonaba una deuda y era implacable en el cobro.

No le importaba quién estaba delante para reclamar a los morosos su dinero. Era capaz de poner colorado al más pintado y le tenía sin cuidado que fuese el alcalde o el cura.

—Para mí cómo si es el Obispo o el Papa –me decía cuando le recriminaba su descaro—. A la hora de pagar, todos somos iguales, que ya lo dijo Nuestro Señor Jesucristo: llevaos como hermanos, pero no hagáis el primo. De ésta no se sale si no es pagando, dicen que el que paga descansa, pero más descansa el que cobra.—Aseguraba, golpeando con el índice la tapa ajada de la libreta de tapas negras que siempre le acompañaba, esa en la que pormenorizaba cada céntimo que le debían.

Yo pasaba horas escuchándole hablar de su vida en la carretera, como cuándo los milicianos, que iban de retirada hacia Francia, quisieron limpiarle la tienda y la proverbial aparición de la aviación alemana le salvó de la ruina. O cuándo las tropas fascistas, que los perseguían, le vaciaron los tanques de gasolina y le dieron, como pago, un vale que nunca nadie hizo efectivo.

—Mala cosa la guerra, mala para la gente y mala para el negocio –se lamentaba.

De cuando en cuando, me prestaba alguna novela o un libro de poemas publicados en México, de los que estaban en la lista negra del Régimen por el pasado, o el presente, rojo de sus autores.

Gracias al señor Ezequiel pude leer a Alberti, a Benjamín Jarnés, a Ramón J. Sender, a Francisco Ayala, a Salvador de Madariaga o a Rosa Chacel.

Me los entregaba envueltos en papel de periódico, dentro de alguna caja de zapatos o disimulados entre las verduras. Yo esperaba a llegar a casa para descubrir el título del libro prohibido, con impaciencia despojaba de su embozo al texto y lo devoraba hambriento buscando en sus páginas lo que la verdad oficial nos ocultaba.

Cuando se los devolvía me decía:

—No leas tan deprisa, Teo, que las lecturas, como las buenas comidas, hay que digerirlas.

Yo le miraba avergonzado y es que esos libros me quemaban en las manos. No era capaz de abandonar su lectura, pero cuando los terminaba corría a la gasolinera con los tomos en las alforjas, confundidos entre el correo, y me desprendía de ellos como se desprenden los pecadores de sus culpas en el confesionario. Entraba, con la cabeza gacha, al fondo de la trastienda dónde el Señor Ezequiel guardaba sus mercancías fuera de inventario. 

Cuándo por fin me deshacía de las lecturas subversivas salía liberado, con mis pecados expiados, como si me hubiesen dado la absolución y cumplido la penitencia.

Eso le hacía siempre mucha gracia al Señor Ezequiel que me decía:

—Teo, Teo, que no te van a salir granos por leer mis papeles.

Yo hacía como que me reía, pero la verdad es que me sentía como el adolescente que no puede evitar masturbarse y luego le remuerde la conciencia y jura que no lo volverá a hacer más, que para eso dice Mosén Julián que tocarse ofende a Dios y te puedes quedar ciego.

No sé si lo que leía con tanta culpa me iba a dejar sin vista, pero de momento me hacía ver las cosas de distinta manera a como nos las contaban en la radio y en los diarios. Así que, a los pocos días, cuando el gasolinero me ofrecía otro libro envuelto en periódicos, volvía a caer en la tentación y me lo llevaba sin decir nada.

El señor Ezequiel también trapicheaba con ganado. Suyo era el pequeño corral que se veía desde la carretera y que siempre estaba lleno de corderos, cabritos y alguna caballería. Él los compraba recién destetados a los pastores del valle y los cebaba en sus cuadras para surtir de carne a la tienda. Y para agosto, en la feria, vendía chuletas y costillas a todo el que se movía. No había nadie que se pudiese resistir a su insistencia y parecía que fuese parte obligada de la fiesta el ir a comprar cordero a la tienda de Ezequiel. No era de extrañar que el señor Ezequiel, hiciera su mejor cajón en esos días en los que procuraba tener novedades frescas entre sus productos para ofrecer a los parroquianos.

En mi primer agosto en Bellarduy, el señor Ezequiel vendió como nunca. La tienda rebosaba de gentes que pagaban religiosamente pues el gasolinero había colocado su cartel de fiestas: “En feria no se fía”

Quién más o quién menos, había cobrado la lana o había vendido el grano y, como pasaba pocas veces en Bellarduy, circulaba el dinero contante y sonante, lo que hacía aparcar, por poco tiempo, la famosa libreta de tapas negras del Señor Ezequiel. 

Con la vorágine de las ventas, el efectivo se fue acumulando en el cajón de madera que utilizaba a diario y, cuando se llenó, el señor Ezequiel echó mano de cajas de zapatos desocupadas para que hicieran la función de registradora. Conforme las se fueron llenando de billetes, las fue escondiendo en los sitios más peregrinos. Él confiaba en su prodigiosa memoria para no olvidar sus madrigueras. Pero aquel día algo pasó en su cerebro. Quié;n sabe qué conexión se rompió en sus neuronas de elefante borrándole sus recuerdos inmediatos.

Lo encontré al día siguiente, apoyado en el surtidor de gasolina, con la mirada húmeda y perdida, con el rictus desesperado del que ha perdido su bien más preciado.

— ¿Qué le pasa, señor Ezequiel, que tiene cara de enamorado?

—Querrás decir de endemoniado —me respondió de mala manera—. Lo he perdido todo, mi memoria, mi dinero, el género y hasta la libreta de tapas negras.

—Ya será menos –le dije intentando quitar importancia a su preocupación.

—Te digo que algo me ha pasado en la mollera y no consigo recordar dónde diablos lo he puesto todo. Me he despertado esta mañana entre cajas de cartón, con un enorme chichón en la cabeza, como si me hubiesen dado una paliza.

El señor Ezequiel estaba convencido de que le habían robado, que uno de sus deudores había aprovechado la confusión de la noche para quitarle su mayor tesoro: la libreta de tapas negras.

Nadie podía convencerle de que quizás fueran su imaginación y sus muchos años los que podrían explicar los lapsos de memoria.

Hizo llamar a la guardia civil para denunciar los robos. Y fueron ellos, y no ningún ladrón, los que produjeron la verdadera ruina del señor Ezequiel. Buscando pruebas del delito encontraron los libros prohibidos. Lo acusaron de rojo, le apretaron las clavijas hasta que cantó lo que recordaba de los estraperlistas y sus negocios nocturnos.

Una cosa llevó a la otra y terminó dando con sus huesos en la cárcel de Huesca, junto a los presos políticos y otras gentes del contubernio judeo-masónico –como se decía entonces.

Su hijo terminó la “Mili” y se hizo cargo de lo que quedaba de la tienda.

Una mañana de noviembre, me acerqué a la gasolinera a entregarle la correspondencia y me preguntó:

— ¿Es usted Teo verdad? Mi padre dejó un paquete para usted.

Al oírle temí lo peor. Quizás había dejado algún libro que pudiera incriminarme. Negué que el encargo fuese para mí, le aseguré que no esperaba nada, pero él insistió:

—En la caja está escrito su nombre y no se preocupe que no tiene que abonar ni un duro. En la tapa pone: Pagado. Ya conoce usted a mi padre y si pone pagado es que está pagado.

Al final no fui capaz de ir en contra de su insistencia y cogí el paquete envuelto en papel de periódico.

— ¿No lo abre? —Preguntó con curiosidad.

—Lo haré en casa —me excusé—, tengo mucha prisa.

El hijo del señor Ezequiel se quedó como pasmado, con los hombros encogidos, asombrado, sin duda, por mi extraño comportamiento. Yo, por mi parte, monté en la bici y pedaleé todo lo rápido que pude hasta Bellarduy.

Subí las escaleras saltando como un gamo. Cerré la puerta tras de mí y hasta eché el cerrojo. Con el corazón golpeándome el pecho, abrí la caja y para mi sorpresa allí no encontré ningún libro marxista, ni ejemplar alguno del Mundo Obrero. 

Unas magníficas botas, embetunadas de negro, con sus cordones engrasados y sus hechuras militares me miraban haciéndome burla con las lengüetas. No pude reprimir una risa nerviosa, de alivio, quizá de culpa, por mi cobardía. Me quité los zapatos dispuesto a probar mi inesperado regalo. 

Al intentar introducir el pie derecho, noté algo extraño que ofrecía resistencia en el interior de la bota. A tientas, busqué con la mano esperando encontrar algún resto de papel de los que se utilizan para conservar la forma del calzado nuevo.

Para mi sorpresa, apareció un viejo cuaderno, con tapas negras, de esos que aseguran su hermetismo con una goma elástica.

El viejo cuaderno de tapas negras que abandonó a su suerte al señor Ezequiel al perder el estrecho vínculo que lo unía con su memoria.

 

 

A LA SOMBRA DE LA LUNA

 

Paquita cubrió con una suave manta de algodón el cadáver aún caliente de su madre.  Se sentó junto a ella y comenzó una letanía de rezos que surgieron de su boca sin saber cómo.  Oraciones que ella creía olvidadas se perdían entre la brisa de la noche y la lechosa palidez de la luna.

Mientras, Julián se acercó a la caseta del encargado y, atropelladamente, le refirió los últimos acontecimientos:

—Primero tranquilícese —le aconsejó el del camping—, tenemos que decidir qué hacemos con el cadáver.

— ¿Cómo que qué hacemos con el cadáver?  Pues llamar a la funeraria y que se encargue del traslado.

—Primero hay que avisar a un médico para que certifique la muerte.  Eso si determina que ha sido por causas naturales.

— ¿Qué insinúa?

—Yo no insinúo nada, lo que le digo es que se va a armar un escándalo que no nos beneficia a ninguno.  Lo mejor sería que, aprovechando la noche, se la llevaran y, una vez en su casa, dieran parte de la muerte.  ¿Se imagina el efecto que producirían los coches de policía en un lugar como éste?  No se preocupe por la factura, de eso nos hacemos cargo nosotros.  Si desaparecen sin decir nada, nadie podrá decir que han estado aquí.

 

Quizás fueron los nervios, o quizás la verborrea del encargado, pero el caso es que, tras media hora de conversación, Julián prometió salir de Altafulla esa misma noche, con el cuerpo de Doña Angustias.

Lo más difícil fue convencer a Paquita.

—Pero, ¿cómo le vamos a hacer eso a mi madre?

—A ella ya no le va importar nada y para nosotros será lo mejor.  No te preocupes, antes de que te des cuenta estaremos en casa, y una vez allí,  llamamos a emergencias y decimos que la hemos encontrado muerta en la cama.

Siguieron discutiendo un rato hasta que Paquita, anulada por el estado de nervios, cedió y se dejó llevar por la decisión de Julián.

Luego estaba el tema escabroso de cómo transportar el cuerpo.  En el coche no podía viajar como un pasajero más y, además hubiera resultado muy difícil sentarla, como si tal cosa, con el rigor mortis avanzando cada vez más deprisa.

Julián recordó que el remolque de la tienda disponía de un amplio cajón portaequipajes que les venía pintiparado para la ocasión.  Una vez en Bilbao, pensarían en cómo subirla a su cama del 4º B.

—Ya resolveremos el problema cuando lleguemos –pensó Julián.

En pocos minutos, protegidos por el manto de la oscuridad, todo estuvo empaquetado.  Salieron del camping despacio, como si fueran dos delincuentes, con las luces apagadas para no despertar sospechas.  El encargado les abrió la barrera de seguridad e, inmediatamente después, se obligó a olvidar lo ocurrido.  Por su parte, ellos nunca habían estado allí, destruyó la ficha de admisión, borró sus datos personales del ordenador y se aseguró de que nadie pudiera relacionar a esas personas con el camping de Santa Eulalia.

Julián tomó la autopista, dispuesto a no abandonarla hasta llegar a Bilbao.  Sin la carga de los niños, el viaje lo podían hacer de un tirón, si acaso sólo deberían parar para repostar.

Paquita no paraba de llorar y eso ponía nervioso a Julián.  El tráfico era bastante fluido, a pesar de coincidir, la operación salida de vacaciones, con el regreso de los emigrantes magrebíes a sus trabajos en Francia o en Centro Europa.

Julián conducía a una velocidad constante, sin superar los límites de velocidad y sin maniobras bruscas.  Sudaba copiosamente, ni siquiera el potente aire acondicionado del vehículo podía aminorar su sofoco.

Cuando ya llevaban tres horas de viaje, fue necesario hacer una parada para llenar el depósito como había previsto.  Eso constituía un punto crítico en el plan de Julián.  Paquita dormitaba apoyada en el respaldo del asiento y despertó sobresaltada con las intensas luces de la gasolinera.

— ¡Yo no quería!  —Gritó aún dormida—, ha sido mi marido.

—Calla, Paquita, que nos pierdes, serénate y no armes escándalo.

— ¡Maldito sea el día en que me convenciste a veranear como zíngaros!

 

Julián no era muy amigo de las vacaciones en atestados hoteles de la costa.  Por eso decidió que, ese año, su mes de asueto lo pasarían todos juntos en un camping que había conocido por Internet: el camping Santa Eulalia de Alfatulla.

Adoraba la tranquilidad de esos parajes.  La posibilidad de aislarse en un medio natural, que por otro lado estaba sólo a unos pocos kilómetros de Tarragona.  Desde allí, se podían abordar interesantes excursiones a pie por magníficas rutas senderistas, a parajes a los que únicamente se podía llegar caminando o en bicicleta.

Un amigo le había prestado una de esas tiendas de campaña familiares que se montan de forma casi automática y que pueden transportarse en un ligero remolque de fibra de vidrio.

—No tendrás ningún problema con el carro —le había dicho el propietario— cualquier coche es capaz de arrastrarlo sin problemas y te ahorrarás un pastón en alquiler.

—Siempre he reservado un bungalow, pero la verdad es que me apetece probar el camping.

Así que cargó su automóvil con toda la familia —su mujer , Paquita, los dos hijos y la suegra— junto con el equipaje necesario para pasar todo un mes en la playa.  No le vino mal el amplio cajón portaequipajes que disponía el carro en la parte delantera y que le permitía transportar mucho más bultos que su exiguo maletero.

Todos estaban encantados ante la perspectiva de las vacaciones.  El viaje desde Bilbao discurrió entre risas, canciones infantiles y paradas continuas para que Doña Angustias, la madre de Paquita, fuese al baño presa de su incontinencia urinaria.

—Abuela —le decía Gorka, el hijo de 14 años— haces más pis que el perro de mi amigo Asier que siempre está meando.

—Ya llegarás a viejo, hijo mío, ya llegarás a viejo.

El caso es que, con tanta parada a descargar la maltrecha vejiga de la anciana, cuando llegaron a Altafulla era casi de noche.

En la entrada del camping les recibió el encargado de la instalación, aquel que les había atendido telefónicamente al hacer la reserva.

—Ya creía que no venían, su parcela está un poco alejada, pero tiene las mejores vistas —les dijo mientras les acompañaba entre las ordenadas calles de casas de lona.

Aún con la falta de luz, no les resultó difícil montar el campamento.  El sistema de carro-tienda era realmente sencillo de utilizar.  Una vez que todo estuvo en su sitio, dispusieron de una casita con dos habitaciones dobles, un pequeño salón con cocina y, tras desplegar el avance de la tienda, una práctica terracita exterior dónde colocar la mesa y las sillas de plástico.

Todos durmieron mejor que en casa, arrullados por el batir de las olas en la playa de arena y refrescados por la brisa marina.

Julián se despertó con los primeros rayos de la mañana y sintió un vigor especial, como si cada girón de luz que se filtraba por la tienda le llenara de energía, le cargara las pilas agotadas por su monótona existencia en el asfalto de Bilbao.

Así que, sin esperar a que el resto de la familia se levantase, se puso las bermudas y una camiseta vieja y salió a correr siguiendo el borde de la playa, allí dónde la arena, húmeda por las olas, aseguraba la consistencia necesaria para que no se hundiese el pie hasta el tobillo.

Un tractor del ayuntamiento cumplía con su tarea diaria de limpiar la zona de baño y borrar los efectos de todo una jornada de turistas.

Restos de una hoguera daban fe de la actividad nocturna de los jóvenes que dormitaban junto a las hamacas de alquiler. Los condones usados convivían con las botellas de güisqui vacías, lo que despertaba comentarios airados de los escasos bañistas que empezaban a poblar la orilla.

Era como si hubiese dos playas distintas, dos vidas paralelas que cohabitaban separadas por la luz del sol o el reflejo de la luna.

De todas formas, en Altafulla todo era más pausado, más tranquilo.  Además, el camping disponía de su propio espacio, algo así como una zona privada, muy cerca del acantilado de rocas por el que serpenteaba un estrecho sendero, no apto para vehículos, y que conducía a las calas nudistas.

Resultaba chocante esta calma tan cerca de otros pueblos costeros en los que los turistas se apiñaban espoleados, quizás, por ese raro instinto gregario que les hacía huir de las abarrotadas ciudades para buscar el “descanso” en colmenas de apartamentos atestados de ruido y de humanidad.

Julián continuó trotando hasta llegar al farallón de rocas que daba cobijo al pequeño puerto deportivo.  Siguiendo la rutina que había cultivado otros años, inició el regreso al camping por el paseo marítimo.  De camino, compró el periódico, una novela de bolsillo y unos bollos para el desayuno en una de las muchas tiendas que desperezaban sus sombrillas asomándose a la mañana.

Julián, cargado con sus compras, marchaba de vuelta al camping aspirando el olor a salitre mezclado con el aroma a calle mojada.  La suave brisa marina, que a su salida le había ayudado en la carrera, ahora le golpeaba levemente la cara y, el sol oblicuo de la mañana, le hacía achinar los ojos y acordarse de sus Rayban que descansaban en alguno de los muchos bultos todavía sin desempaquetar.

Al llegar a la tienda, los chicos aún dormían.  Paquita y su madre estaban preparando el desayuno en el infiernillo portátil.  Julián le dio un etéreo beso en la mejilla a su mujer y es que, la presencia de su suegra, sin saber por qué, todavía le intimidaba, a pesar de llevar más de quince años de matrimonio.

Doña Angustias hizo como si no estuviera, nunca le gustó demasiado Julián.  Sin embargo, entre ellos había una especie de pacto tácito de no agresión que cubría su relación de fingida cordialidad.  No obstante, la abuela no perdía ocasión para quejarse de lo más mínimo y de echarle la culpa de todo a Julián.  Era como quisiera recordar a su yerno, con cada una de sus palabras, que para ella nunca sería lo suficientemente bueno para su hija, que no estaba a la altura de su perfecta familia de rancio abolengo.

—Le he traído “croissanes” recién hechos, de los que llevan mermelada por encima.

—Seguro que son congelados —dijo con aparente indiferencia Doña Angustias, aprovechando sus primeras palabras para molestar a Julián.

—No empecemos, mamá —quiso apaciguar Paquita—, habíamos quedado en que todos íbamos a poner de nuestra parte para pasar unos días de paz.

—Si hija, que para lo que me queda en este mundo, no quiero ser un estorbo.

—Mamá tú nunca eres un estorbo.

—Cualquier día me muero y os dejo tranquilos.  Pero no os preocupéis que me pago “El Ocaso” y no os va a costar un duro el entierro.

—Abuela, ya está usted con lo mismo —apostilló Julián con la intención de zanjar el tema.

Doña Angustias, haciendo honor a su nombre, continuó rezongando toda la mañana.  Se quejaba del calor, de lo mucho que le molestaba la arena, de lo lejos que estaban los baños.  Se quejaba del ruido del mar que no le dejaba descansar, de la brisa marina y de lo incómodo que le resultaba dormir en la tienda por su reuma…

Julián hizo como si no la escuchara, se tumbó en una hamaca y empezó a leer la novela que acababa de comprar.  Para él no había mayor placer que sestear junto al mar haciéndose sombra con un libro intrascendente, algo ligero que le permitiera espiar, entre sus páginas, a las chicas que tomaban el sol en toplest.

—Julián que se te van a quemar los ojos —le decía Paquita que conocía sus inclinaciones.

—Es por puro interés estético –le respondía Julián entre risas.

La verdad es que entre la pareja había una sincera complicidad.  El paso de los años no había borrado ni lo más mínimo de la pasión que sentían el uno por el otro desde el primer momento en que se conocieron.  Habían tenido que luchar mucho para vencer todas las resistencias que se oponían a su relación y eso, quizás, había fortalecido el vínculo que les unía.

Ni siquiera la rutina, los niños y la inoportuna llegada de Doña Angustias nada más enviudar, había conseguido impedir que se amasen como adolescentes una vez que cerraban la puerta de la alcoba.

—A ver si no hacéis tanto ruido, que estoy de luto —le decía a su hija Doña Angustias al poco de empezar a vivir con ellos en Bilbao—, un poco de respeto que soy tu madre.

—Sí, eres mi madre, pero estas en mi casa y en mi casa cuando cerramos la puerta de la alcoba hacemos el ruido que nos da la gana —zanjó Paquita sin ningún miramiento—, si quieres vivir con nosotros tendrás que aguantarte.

Desde luego, la pareja no estaba dispuesta a sufrir un desprecio más de la vieja  —como decía Julián—, y parece que las duras palabras de la hija surtieron efecto y sólo se la oía quejarse de vez en cuando de lo cansada que estaba de vivir, de lo mucho que le gustaría estar en el nicho con su marido, de que no quería ser un estorbo, que menos mal que se pagaba “El Ocaso” y que su entierro no les iba a costar ni un duro.

Ahora hacía ya cinco años que vivía con ellos y se dejaba arrastrar sin resistencia a la playa, o dónde quisieran llevarla, con tal de no quedarse sola.

 

Los niños pronto hicieron grupo en el camping.  Allí todo era como en un pueblo en el que los críos se agrupan por edades para jugar.  No importaba el idioma, el color de piel o el estatus social, allí todos eran chavales en vacaciones y por lo único que rivalizaban era por ver quién aguantaba más rato enterrado en la arena o por saber quién lanzaba más lejos las bombas de barro.

De pronto los urbanitas se habían convertido en nómadas que pasaban el día casi en pelotas, preocupados sólo de buscar la sombra o de refrescarse de la canícula tomando una cerveza lo más fría posible.

— ¡Qué delicia! —suspiraba Paquita abanicándose con una revista de moda.

Aquella noche, tras una cena fría, pasearon junto al mar con los niños.  Doña Angustias, cansada de tanta playa, prefirió quedarse a la fresca en una de las tumbonas que habían apostado bajo el entoldado de la tienda.

Gorka y Aitor corrían pocos metros delante de sus padres y se paraban junto a los pescadores que plantaban sus cañas casi al momento de ponerse el sol.  Luego, cuando sonaban los cascabeles anunciando alguna captura, se quedaban alucinados al ver los plateados e iridiscentes peces sujetos en el aire por un hilo invisible.  Cerraban los ojos cuando el pescador extraía el anzuelo y trotaban de nuevo buscando la protección de sus progenitores.

Eran casi las doce cuando regresaron, tras dos helados y muchas paradas en los top-manta que proliferaban en el paseo marítimo.

Doña Angustias dormía plácidamente en la hamaca.  Tan a gusto estaba que Paquita decidió cubrirla con una toalla y no despertarla.

Los niños ocuparon sus colchonetas y cayeron rendidos casi al instante y los esposos, algo achispados por las últimas cervezas tomadas en el chiringuito de la entrada, hicieron el amor sin preocuparse por el ruido que tanto molestaba a la abuela.

 

A la mañana siguiente, al levantarse Doña Angustias estaba de un humor excelente, como si el dormir al raso le hubiese borrado la amargura y el influjo de la luna le hubiera irradiado una nueva energía y con ella nuevas ganas de vivir.

— ¡Cómo me gusta verte feliz, mamá!  —Dijo Paquita nada más ver la sonrisa de su madre!  ¿Lo ves, como si pones algo de tu parte, el mundo no es tan gris?

—Es verdad, hija, no se lo que me ha pasado, pero he dormido como en años.

A partir de entonces, la suegra de Julián, acostumbraba a pasar la noche al relente y a la familia no le extrañaba verla en la tumbona dormitando plácidamente, lo que no dejaba de ser un agradable cambio.

Los días pasaban rápidamente en una apacible monotonía.  La rutina no hacía mella en el ánimo de los veraneantes pese a lo reducido del espacio que compartían.

Cuando todavía no habían pasado veinticinco días se presentó en el camping Martín, el hermano de Julián.

—He parado sólo por veros —informó Martín abrazando a todos—, mañana tengo que trabajar, se acabó lo bueno.

Martín tenía dos hijos de edades parecidas a los de su hermano y los primos se querían con locura por eso, las pocas veces que se veían, no se separaban ni un instante.  Era tanto el deseo que tenían de estar juntos que, tras mucho insistir, Gorka y Aitor, consiguieron que les permitiesen pasar unos días en Zamudio, el pueblo de sus primos al que se dirigía Martín de regreso de vacaciones.

A los críos les entusiasmó marchar unos días antes que sus padres y a Julián y Paquita, el quedarse sin ellos, no les supuso ningún problema.

Así que, por la noche, el quinteto se convirtió en un trío. 

Doña Angustias no decía nada, pero estaba claro que no aprobaba la partida de sus nietos.  Bastaba ver su cara hosca, su mirada de reproche para decir sin palabras lo incómoda que se encontraba.

La pareja continuó con sus paseos nocturnos a la orilla del mar, bajo las estrellas, como dos amantes que han recuperado su intimidad.  Volvían muy tarde y a Doña Angustias la encontraban dormitando en la hamaca.

Pero esa noche, algo sobresaltó a Paquita.  Su madre no roncaba.  Un fino hilo de saliva le caía de la comisura de los labios, ahora, morados.  La movió levemente, pero no reaccionó.  Luego la sacudió enérgicamente esperando un milagro que no se produjo.

Doña Angustias había muerto tumbada a la fresca.

Paquita empezó a gritar y a llorar de pena, Martín la abrazó con fuerza, la envolvió en cariño hasta que su llanto se convirtió en sollozo.

— ¿Y ahora qué hacemos? –preguntó la mujer en un estado cercano al histerismo.

—No te preocupes, voy a hablar con el encargado del camping, a ver que se hace en estos casos.

Luego todo se sucedió como en un sueño.  La salida de Altafulla como dos fugitivos, el viaje sin escalas por la autopista y la nube de dolor que aturdía el entendimiento de Paquita hasta que Julián fue consciente de la necesidad de repostar.

En la gasolinera había un gran lío.  Los coches guardaban cola en los surtidores. Familias enteras de musulmanes de la “operación estrecho” habían montado un pequeño campamento en el que no faltaba ni comida ni niños correteando, pese a lo avanzado de la noche.

Julián maniobró torpemente para colocarse lo más cerca posible del poste de gasolina.  Era uno de esos que permiten o, mejor dicho, obligan al autoservicio.  En un primer momento, Julián, se sintió abrumado por la profusión de colores y leyendas distintas que mostraban las mangueras: negra, roja, verde, súper plus, ecodiesel, sin plomo…..

El resto de los conductores que guardaban cola empezaron a impacientarse con la tardanza e hicieron sonar sus cláxones. 

Julián comenzó a llenar el depósito, pero, cuando ya había cargado más de veinte litros, se dio cuenta de que olía a gasolina y su coche era diesel.

En eses momento creyó que el mundo se le caía encima.  Se puso lívido, de su boca empezaron a salir exabruptos que comprometían a medio santoral.  Luego empezó a darse golpes en el pecho, como si autolesionándose pudiese borrar el terrible error que había cometido.

Paquita lo observaba atónita, con los cristales del coche subidos, lo veía gesticular sin saber por qué.  ¿Les habían descubierto?  ¿Cómo iban a justificar el traslado de su madre muerta dentro del portaequipajes?

El marido entró en la gasolinera para hablar con el encargado. 

— ¿Pueden ayudarme? —Le suplicó mientras le explicaba su problema—, hay que sacar la gasolina del depósito.

— ¿No ve cómo tengo de vehículos la explanada?  Tendrá que llamar a una grúa y que se lleven el coche a un taller. 

— ¿Pero, cómo voy a llamar a nadie? ¿Y qué hago con el remolque?  ¿No me pueden prestar un trozo de goma y yo mismo intento sacar la gasolina?

El empleado de la estación de servicio, viendo su cara de desesperación, al final se apiadó de él y consintió en darle lo que pedía.  Luego, con la ayuda de varios conductores voluntarios, empujaron el vehículo, con el remolque y todo, hasta un rincón del aparcamiento alejado, lo más posible, de dónde los emigrantes habían montado su exótico campamento.

El tiempo pasaba inexorable y pronto amanecería.  Los musulmanes comenzaban a extender sus alfombras para iniciar los rezos de la mañana.

Julián, en un intento desesperado de solucionar el desastre, introdujo el trozo de manguera en el depósito de combustible y comenzó a aspirar.  Tras varios intentos, consiguió hacer realidad el teorema de los vasos comunicantes.  La mezcla de carburantes empezó a fluir por el extremo de la goma.

Julián no había previsto qué hacer con el líquido, así que lo dejó fluir entre las ruedas del automóvil.  El lugar tenía una leve pendiente y pronto desaparecía, si bien el olor a gasolina era cada vez más intenso.  Tras unos pocos minutos, el indicador de combustible del coche marcaba su nivel mínimo, así que nada impedía, aparentemente, que se rellenase con gasoil y que pudiesen continuar viaje.

Julián suspiró aliviado.  Ahora bastaba con empujar el vehículo hasta el surtidor y llenarlo de diesel.

Paquita se sentó al volante mientras su marido soltaba el enganche del carro-tienda. Luego, Julián, con la ayuda de su fuerza y la rabia acumulada, consiguió poner en movimiento al coche y de ahí al surtidor a llenar el depósito.

Pero, cuando habían recorrido poco más de cien metros se oyó un estruendo que precedió a una bofetada de aire abrasador.  Algo había explotado.

La primera ley de Murfi se había cumplido de nuevo.

El carro-tienda ardía con violencia convertido en la pira funeraria de Doña Angustias.  Alguien había arrojado un cigarrillo que prendió el charco de gasolina. 

Pronto no quedó nada más que hierros retorcidos y olor a carne quemada.

Julián y Paquita miraban atónitos el espectáculo, agarrados de la mano, con la mirada perdida, sin saber qué hacer.

 

Por la megafonía de la estación de servicio sonaba la cabalgata de las Valkirias y en el ambiente flotaba un cierto olor a Naphalm.

 

PREMIOS LITERARIOS RIBERA BAJA DEL EBRO

El sábado 23 los escritor@s de Pina volvimos a arrasar: 

Categoría Absoluta: Primer Premio (Carlos Carranza), Segundo Premio (José Manuel González), Tercer Premio (Julia Gallego-El Fenix de los Ingenios), Mención especial (Arrate Gallego)

Categoría Juvenil: Primer Premio (Teresa Belled-Teresica) Segundo Premio (Laura González-Mi Laura)

Categoría Infantil: Julián Delcazo (El hijo de Anamari)

Enhorabuena a los premiados y a seguir escribiendo.

LA MOMIA DE LENIN

 


El abuelo era comunista y taxidermista aficionado.  En casa se podían admirar sus creaciones en cada habitación.  Tejones atropellados, jabalís de cacerías, ginetas y zorros capturados con métodos no del todo ortodoxos convivían en las estanterías con toda una pléyade de perros y gatos de varios los tamaños.

En la base del modesto pedestal que le servía de pie a cada una de sus piezas, se podía leer, en una plaquita metálica troquelada con mimo, el nombre de la mascota y la fecha de muerte ­con lo que las varias generaciones de gatas Mimí cohabitaban sin problemas con los perros Tobi y Sultán mezclados con periquitos, jilgueros, zorzales y hasta gallinas enanas colocadas en parejas.

Las piezas de caza, naturalmente, carecían de nombre propio.  El abuelo sólo anotaba en latín el nombre científico, como buen naturalista.  Cuando venían visitas, parecía que entraban en un museo de historia natural.  A la abuela le incomodaba la exhibición de su casa, sobre todo cuándo el abuelo insistía en enseñar el zorro plateado que presidía su alcoba encaramado en el ennegrecido armario de caoba que la abuela heredó de su madre.

 

— ¡Qué sea la última vez que los metes en el cuarto— rezongaba la abuela—, que a nadie le importa cómo tengo las bragas!

 

Yo adoraba a mi abuelo y le acompañaba a su “laboratorio” montado en la bodega de la casa.  Pese a lo aislado de la estancia, los olores nauseabundos de los cuerpos en descomposición mezclados con los productos químicos que mi abuelo utilizaba en su arte, subían por las escaleras y envolvían al resto de la casa en una especie de halo de muerte que alejaba a más de uno.

 

El abuelo, convencido comunista, idolatraba a Lenin de quien sabía casi todo.  Yo, por mi parte, que pasaba tantas horas con él, estaba cansado de escuchar sus explicaciones, me abrumaba con los detalles más insignificantes de la vida de Lenin y, no me da vergüenza reconocerlo, siempre me ponía los pelos de punta al escuchar los pormenores de su embalsamamiento:

 —Lenin fue embalsamado nada más morir, en enero de 1924, y desde entonces su cuerpo se expone al público en un sarcófago transparente diseñado por el ingeniero Nikanor Kurochkin, quien creó el cristal de rubí para las estrellas de las torres del Kremlin—decía el abuelo.

 
Para el abuelo, la momia de Lenin tenía el mismo valor que el brazo incorrupto de Santa Teresa para Franco, era cómo si renegase de su ateismo declarado y quisiera sustituir el santoral cristiano con sus propios mártires y sus propios beatos en la fe de Marx.

Era tanta su obsesión por los líderes comunistas, que había confeccionado un calendario en el que San Isidro se había sustituido por Bakunin o Santa Lucía por Dolores Ibarrubi y hasta tenía sus propias estampitas con las proclamas del ideario marxista en el anverso como si de oraciones se tratara.

Además de hacerme partícipe de su ideología, me nombró su heredero en el arte de la taxidermia, ya que yo había aprendido todas sus técnicas.

—Quiero que tú continúes con las disecciones, te he enseñado todo lo que se y confío que continuarás mi legado — me comunicó un día con gran solemnidad.

Acompañó sus palabras con la entrega de un sobre cerrado que, dado su grosor, contenía varias hojas. 

—No lo abras hasta que yo muera —me advirtió.

No sé si el abuelo presentía su muerte o fue pura casualidad, pero el caso es que, a los pocos días de confiarme su testamento, murió de la manera más tonta: se cayó de la cama y se rompió el cuello.

Siguiendo sus instrucciones, antes de hacer nada, abrí el sobre y al leer su contenido me quedé de piedra: el abuelo quería que lo embalsamáramos, que lo metiéramos en una urna de cristal, como a Lenin, y que lo expusiéramos en el pasillo de la entrada.

—Son desvaríos de viejo —decía mi padre—, hay que enterrarlo como dios manda.

—De eso nada —repuso tajante la abuela—, su voluntad es su voluntad y la vamos a acatar.

Consultamos a un abogado sobre la legalidad de la ocurrencia del abuelo, pero la cosa no estaba clara.  Por un lado las normas sanitarias exigían el enterramiento o, al menos, la incineración del cadáver, pero por otro lado había un vacío jurídico en lo que respecta a los embalsamamientos.  ¿Se puede considerar enterramiento la exhibición en una urna funeraria hermética de un cuerpo disecado?  Y luego estaba el detalle de la preparación del cuerpo.  Yo, que era el encargado de tal menester, tenía verdadero terror a acometer la taxidermia de un ser querido.

El caso es que el tiempo fue pasando y el cuerpo del abuelo seguía sentado en su mecedora favorita, sin que nadie se atreviese a tocarlo ni para darle cristiana sepultura, como decía mi madre, ni para momificarlo, como pedía el abuelo en sus instrucciones manuscritas. 

Lo curioso es que el cadáver no sufría los rigores naturales de la putrefacción.  Ni olía mal, ni era atacado por gusanos, ni siquiera su piel adquiría el color céreo de los muertos.  Si acaso, podía adivinarse cierta opacidad en los ojos y una sonrisa beatífica fruto, quizás, del encogimiento de los músculos faciales.

Pronto nos acostumbramos a su presencia en el salón.  La abuela lo afeitaba todos los días y pasaba las tardes haciendo solitarios junto a él en torno a una mesa de camilla.

Poco a poco la piel se fue acartonando y, de ella, comenzó a emanar un agradable aroma de alcanfor que se mezclaba con el olor a las bolas de naftalina que la abuela le introducía en los bolsillos del traje de primer novio.  Las moscas no se atrevían a posarse, negando a Machado, sobre sus párpados yertos y me di cuenta, aliviado, de que no hacía falta mi intervención para cumplir la última voluntad del abuelo.

En vista de la evidencia de la naturaleza incorrupta del cuerpo, la abuela fue a la iglesia para proclamar la santidad de su marido, pero Mosén Julián, que conocía las inclinaciones políticas del abuelo, se negó en rotundo a iniciar la canonización de un comunista y ateo confeso.

Yo, por mi parte, me vi en la obligación moral de comunicar el fenómeno a su querido Partido Comunista, pero me echaron de la sede con cajas destempladas y hasta creí oír que me llamaban iconoclasta y es que, en estos nuevos tiempos que nos han tocado vivir, todo el mundo huye de las creencias trasnochadas y hasta en la Madre Patria Rusa aborrecen de sus símbolos aunque sigan formándose colas kilométricas en la puerta del mausoleo donde se expone el cuerpo incorrupto de Lenin.