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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

MI DIOS VERDADERO

 

Dios ha muerto. Sin avisarme ha muerto. Sin dejar un sucesor, ni siquiera uno que le sustituya de manera interina. He probado con Ala, Jehová, Buda, Shiva, Brahmá, y Visnhú, Quetzalcóatl, Mitra, Atón, Osiris y Horus, pero parece que no me hacen ni caso. Por eso he decidido crearme mi propio Dios Verdadero.

Mi Dios Verdadero es un dios para estar por casa, no tiene grandes pretensiones pues todavía no se ha desarrollado. Por el momento, no es un dios vengativo como otros, ni busca obediencias ciegas como en las sectas destructivas. Mi Dios Verdadero, por ahora, no es muy conocido, pero he contratado una empresa de marketing y publicidad que me ha prometido resultados inmediatos. Me han recomendado que busque un libro, a poder ser de apariencia antigua, que explique algo, pero no todo, de mi Dios Verdadero. Así que me he aplicado a escribir preso de una increíble inspiración divina:


“Al principio no había nada –eso me suena a plagio- no había ni Dios, así que El Dios Verdadero se hizo a sí mismo (esto ya introduce un toque de novedad) Como se aburría de estar solo, sin que nadie le pidiera nada, le dio por crear la tierra, el cielo y todo lo creable –mi Dios Verdadero no iba a ser menos que los otros- y así entre crea que te crea introdujo en su universo, recién inventado, al hombre y la hombra (como diría Ibarretxe para ser políticamente correcto) En realidad primero creó a la mujer que pronto convenció al hombre de que dejara a su hombra y se fuera con ella a multiplicarse. Y lo hicieron con tanto éxito, que pronto colonizaron todo el territorio….”
El libro va creciendo en mi ordenador, pero de momento no he encontrado una impresora capaz de imprimirlo en piedra. Lo he traducido, con el “Babilón Taslator”, al berebere, suahiri y sánscrito (que eso luce mucho para los libros doctrinales) Me recomiendan que lo empiece a distribuir por tomos más pequeños para dar un poco más de misterio.
Al primer libro lo he llamado “Principio” (¡mucho más claro que Génesis dónde va a parar!) y ha empezado a funcionar muy bien en las librerías. El segundo libro ya es un Bed Seller antes de su publicación. Las editoriales se matan por tenerme en su nómina así que he decidido crear mi propia empresa para explotar mejor el negocio.
La cosa promete, tengo una sede imponente, un edificio enorme lleno de espacio y muy luminoso. Como mi Dios Verdadero está creciendo en popularidad parece que está empezando a cultivar cierta mala leche. Ahora estamos en proceso de expansión y como mi Dios Verdadero tiene cada vez más adeptos hemos tenido que construir más sucursales. Pronto terminaremos un nuevo complejo para las oficinas centrales y yo, como fundador, viviré allí.
El tiempo pasa y mi Dios Verdadero es un gran éxito, tanto que ya me han aparecido facciones dentro de la nueva religión. Mi Dios Verdadero me reveló sus mandamientos y, para no ser menos, incluyó cuatro prohibiciones sexuales. Los he publicado y a mis discípulos les han parecido algo laxos así que los he sustituido por otros (MANDAMIENTOS.02) más estrictos con más prohibiciones sexuales.

Mi Dios Verdadero me parece que me ha salido rana. Ya casi no me escucha ni da señales de vida. Está en su cielo controlándolo todo ¿no se habrá endiosado?

Mi Dios Verdadero ha muerto. Sin avisarme ha muerto. Sin dejar un sucesor, ni siquiera uno que le sustituya de manera interina. He probado con la Pachamama, Viracocha, Odín, Zeus y su primo Júpiter, Makemba, Maramba y Olucún pero no me escucha así que, por si las moscas, no diré nada.


José Manuel González.-Pina de Ebro a 2 de febrero de 2006.

ESTE RELATO RESULTÓ GANADOR EN EL PRIMER CONCURSO DE RELATOS DE LA EDITORIAL ABACO

 

ENERGIAS ALTERNATIVAS

ENERGÍAS ALTERNATIVAS

Llegué a Villarquemada por accidente, por puro azar. Mi coche, último modelo en el año 1968, decidió dejar de funcionar justo en la entrada del pueblo. Como pude, entré empujando hasta dar con alguien que me envío al herrero. Yo pensaba que en el siglo XXI ya no quedaba nadie practicando ese oficio, pero considerando la antigüedad de mi vehículo, quizás fuese lo más adecuado. Cuando llegué al taller, Isidro –así se llamaba el herrero- estaba trabajando. Manejaba, con increíble destreza, un enorme martillo con el que daba forma a una pieza metálica. Las chispas y el ruido monótono del repiqueteo del martillo chocando en el yunque, llenaban la estancia. Parecía que había entrado en la Fragua de Vulcano.

Tras un largo minuto, Isidro se percató de mi presencia. Dejó el martillo y, con esa sonrisa que borraba la fiereza de su rostro, me preguntó qué quería. Le expliqué mi problema y dijo:

-Podemos echarle un vistazo, pero igual hay que cambiarle alguna pieza.

-No me importa –contesté esperanzado- lo importante es que pueda llegar a casa como sea.

Juntos llegamos a donde el coche había dejado de funcionar. Abrí el capó e Isidro, tras una breve inspección, determinó que la cosa tenía arreglo.

-Puede ir a la Taberna mientras lo arreglo –sugirió- pero antes necesitamos llevarlo a mi taller.

En ese momento, como por arte de magia, apareció una mula torda enjaezada con todo lo necesario para el arrastre y así, con tracción animal, trasladamos al averiado “Seiscientos” hasta la casa de Isidro.

Yo, la verdad, dudaba mucho que ese extraño mecánico, uniformado con ropa de pana y coronado con una raída boina, fuese capaz de conseguir el milagro de devolver la vida al motor de mi coche, pero nada perdía por intentarlo.

Seguí la sugerencia de Isidro y me dirigí a la Taberna. Allí no había más que cuatro ancianos vestidos con ropa cortada con el mismo patrón que Isidro. Jugaban al dominó pausadamente. Cada ficha que colocaban producía un ruido increíble. Al entrar, esbocé un saludo que fue respondido por la misma sonrisa enigmática que me había prodigado Isidro. El camarero, también entrado en años, se apresuró, solícito, hasta el principio de la barra.

-¿Qué desea caballero?

-Una cerveza bien fría –le respondí, pues los acontecimientos habían hecho crecer en mi garganta una sed de barranco.

Me sirvió una cerveza de marca desconocida, quise leer su procedencia pero no pude entender el idioma. Con todo, mi extrañeza inicial, se vio acrecentada con el primer sorbo: una increíble sensación de frescor inundó todo mi cuerpo y un sabor indescriptible, como a néctar de flores, se mantuvo en mi boca hasta el final del trago.

-¡Que cerveza más extraordinaria! –no pude menos que decirle- ¿dónde la consiguen? Nunca había probado esta marca y le aseguro que conozco muchas.

-Nos la traen desde muy lejos, pero nuestro proveedor es un poco especial y es “particularmente” selectivo al colocar su producto.

Me contó que en el pueblo cada día quedaban menos. Que todos eran muy mayores, pero que vivían felices sin necesidad de salir de su localidad. Me contó que Isidro había aprendido su oficio lejos de Villarquemada, muy lejos, insistió. Era un verdadero artesano del metal y era capaz de arreglar todos los aparatos mecánicos que llegaban a sus manos. Yo asentía incrédulo, dudando de sus palabras. Me daba igual que fuese un artista de la forja si no era capaz de solucionar mi problema de transporte.

Sin prisa, después de deleitarme con tres increíbles cervezas, me dirigí a la casa de Isidro. Allí todo era ruido y luces extrañas. Por un momento temí que había depositado mi confianza en un loco, en un desconocido que podía destruir lo poco que me quedaba de la herencia de mis padres. Un sudor frío mojó mi camisa al comprobar que había sacado el motor. Las piezas sembraban de metal el suelo del caótico taller. Isidro, al mirarme, se dio cuenta al instante de mi inquietud y se apresuró a decir:

-No se preocupe por lo que ve, sé lo que hago. He tenido que sustituir más piezas de las que pensaba, pero al final le va quedar el vehículo mejor que nuevo. Será mejor que de una vuelta por el pueblo y me dé un poco más de tiempo.

La tarde iba declinando y se encendieron las luces del alumbrado público cuando, haciendo caso de la sugerencia del mecánico, di un paseo por las extrañamente cuidadas calles de Villarquemada. Una luz tenue brindaba un colorido curioso a las casas. Viejas casonas de piedra con fachadas blanqueadas, ventanas enrejadas con forjados de filigrana. Algunas tenían grabado en el dintel de la puerta el año de construcción, otras se limitaban a ofrecer el blasón que, inexcusablemente, se repetía en todas ellas: un animal alado vestido con algo que recordaba una armadura y tocado con, lo que parecía, un casco hermético que ocultaba la cara del ser.

Milimétricamente, se reproducía la misma imagen en todo el pueblo. La verdad es que en nada me recordaba a algo conocido. Pregunté a una señora enlutada que tomaba “la fresca” en la calle.

-Siempre han estado allí –me contó- nosotros le llamamos “El Visitante” y también lo puede encontrar en el escudo municipal y en la bandera.

La anciana tenía escrito los años en su rostro. Surcos de vivencias que componían una cara envejecida, pero agraciada; ojos almendrados de un indescriptible azul traslúcido, casi velado, y la sonrisa iluminadora que parecía ser la marca de la casa de todos los habitantes de Villarquemada. Sentada en su mecedora veía pasar la gente que, como ella, disfrutaban del frescor de la noche.

Una calle angosta me condujo a la plaza del Ayuntamiento. El edificio austero que presidía la plaza repetía, aumentado de tamaño, la imagen blasonada del “Visitante”. Aún siendo tarde, el alguacil custodiaba la puerta principal. Al verme, me invitó a pasar y yo, por no pecar de maleducado, le seguí por el patio.

Subimos por una desgastada escalera que conducía al primer piso donde –me dijo el alguacil- estaban las dependencias municipales. Las oficinas estaban dotadas con aparatos que parecían sacados de una torre de control de la NASA. Miles de luces iluminaban una constelación de paneles e instrumentos. En vista de mi innegable cara de asombro, mi cicerone, explicó que esa sala era algo más que unas oficinas municipales. Allí se controlaba todo lo referente al pueblo: el alumbrado público, las calles, el alcantarillado, los caminos y toda la maquinaria interna que hacía funcionar, como un reloj bien engrasado, el municipio.

A pesar del despliegue tecnológico, en la sala no había nadie trabajando. Los aparatos, algunos de los cuales no cesaban de emitir extraños ruidos, funcionaban con frenética actividad emitiendo destellos, zumbidos y nubes de papel. Me acerqué con cautela a uno de ellos y observé con extrañeza que un mosaico de monitores daban cumplida información de cada uno de los puntos más importantes de la población: la entrada del pueblo, la taberna, el taller de Isidro y prácticamente todas las calles que habían compuesto mi breve itinerario, estaban representadas en las cámaras de vigilancia.

Pregunté al alguacil el motivo de tanta tecnología y él se limitó a encoger los hombros y sonreír. Consciente de que no iba a conseguir ninguna información del empleado público y sumido en una creciente inquietud, dejé el edificio y encaminé mis pasos, de nuevo, a donde estaban destripando mi coche.

La distribución perfecta de las calles permitía orientarse sin problemas, pero no obstante, en mi regreso descubrí casas que antes no había visto. Parecía como si algo hubiese cambiado y hasta la atmósfera, antes agradable y acogedora de la villa, parecía más hostil. Nervioso, fui acelerando el paso hasta acertar con la calle del taller.

Poco antes de llegar a mi destino, vi con verdadera alegría que mi coche estaba aparcado en la puerta. Todo estaba cerrado, aporreé la puerta metálica hasta hacerme daño, pero Isidro no daba señales de vida. Rodeé la casa para buscar otra nueva entrada, pero el resultado fue el mismo: nadie respondía a mis gritos ni a mis llamadas.

Tras un largo cuarto de hora, y cuando ya empezaba a desesperarme, me acerqué al coche y pude comprobar que las llaves estaban puestas. Lo puse en marcha y funcionaba a la perfección. Una vez al volante del vehículo y recobrada mi movilidad, decidí dar una vuelta por el pueblo para dejar un recado a Isidro. No pude encontrar a nadie. Todo estaba desierto y las luces, que antes tanto me habían maravillado por su claridad, estaban tomando un tono cada vez más opaco inundando de sombras mortecinas las callejas.

Eran más de las diez de la noche y, en vista de la situación, decidí marchar del pueblo. Tomé la carretera que serpenteaba por el extremo del valle disfrutando anticipadamente por alejarme de allí.

De pronto, por el retrovisor, pude distinguir un gran destello azulado que inundándolo todo. Paré en la cuneta y pude comprobar, rozando la locura, que el espacio que antes ocupaba el pueblo, ahora era una superficie calcinada en la que aún se distinguía el rescoldo de unas llamas.

Por un momento, creí que estaba soñando, que las cervezas que con tanto placer había tomado, contenían alguna suerte de alucinógeno. Haciendo acopio de un valor que no tenía, di media vuelta y volví a la entrada del pueblo. Efectivamente, todo había desaparecido. Dónde antes se erguía una perfecta alineación de casitas y calles ahora era un paisaje quemado, desolado y fantasmagórico, que solo producía desazón.

Cuando el estupor crecía en mí hasta llegar al límite, alcé la vista al cielo y descubrí la increíble imagen que me acompañará toda la vida: una luz inmensa, azulada y fría, suspendida en la nada, me contemplaba estática. De pronto la luz se tornó violeta y emitió un fogonazo seco y a continuación desapareció de mi alcance visual. Un intenso olor a ozono, como a tormenta, cubrió el valle e inundó mis sentidos.

Aterrorizado, me alejé deprisa del lugar y me incorporé a la carretera principal. No sé cómo llegué a casa. Conduje como un zombi durante tres horas, pero el tiempo pasó como en un suspiro. Me acosté de inmediato decidido a olvidarlo todo. Por la mañana, aún estaba impactado por los acontecimientos ¿no habría sido todo una pesadilla? Casi con miedo, me dirigí al garaje para ver que había pasado con mi coche. Allí estaba, refulgiendo en la penumbra con un brillo metalizado que me dejó paralizado. Recobrado el valor, pude acercarme a él para comprobar qué modificaciones había realizado Isidro. Con pulso tembloroso, abrí el capó para ver el motor. ¡Allí no había nada! Sólo una minúscula cajita, de forma piramidal conectada a la trasmisión, que emitía un, casi imperceptible, zumbido. Entré en el vehículo convencido de que me habían robado el motor. De forma automática di media vuelta a la llave de contacto. Mi Seiscientos funcionaba a la perfección y mi asombro crecía hasta límites insospechables. Algo llamó mi atención en el asiento de atrás: allí, perfectamente alineadas, encontré tres cajas de la cerveza que me había extasiado.

Ya han pasado cuatro años desde entonces y mi coche sigue funcionando. Nunca más he tenido que poner gasolina en el depósito, pero con la cerveza no tuve la misma suerte.

PINA DE EBRO A 17 de enero de 2006

POR AMOR AL ARTE

         

Señor Juez:

Esta carta no es una confesión, es una declaración de principios.  No me arrepiento de nada, sé que pasarán muchos años hasta que mis actos sean comprendidos y aceptados.

Al primero le asesté un martillazo en el cráneo.  Elegí el martillo por puro azar, luego me di cuenta que nada es casual: el martillo es la prolongación de la mano, el brazo ejecutor que convierte en golpes los deseos oscuros de la mente.

Varios fragmentos de occipital volaron, juguetones, por toda la estancia.  Sangre, masa encefálica, hueso y cuero cabelludo, compusieron una consistente lluvia orgánica que estucó la tela y se proyectó en mi cara.

 ¡Cómo me gusta el sabor a vida que se escapa! ¡Cuánto disfruto observando el hálito estertóreo del último aliento!

Dirá que soy un sátiro, pero en estos días que nos toca vivir, es necesario tener una válvula de escape que disipe el estrés que a todos nos embarga.  Pues a mí, el romper cabezas es lo que me relaja.  Desarrolla la coordinación motora, mejora bíceps, tríceps y deltoides, todo son ventajas.  Sin embargo, cualquiera no puede hacerlo, hay que tener una mínima predisposición para la maniobra.  No me gusta ser presuntuoso, pero yo soy uno de los mejores.

A otros les gusta utilizar aparatos específicos.  Yo soy más heterodoxo, suelo utilizar objetos cotidianos para experimentar, con ciertas pretensiones científicas, el distinto comportamiento de los cuerpos según la herramienta que interviene.  Un atizador, un cenicero de bronce, una azada, una figurita de la Venus de Milo, todo sirve para mis fines y nada desdeño.  Pero la primera vez, elegí el martillo, uno de esos de encofrador, no muy grande, equilibrado, con mango de plástico y cabeza de acero pintada de negro.  El resultado fue el deseado, dibujó en la tela una composición perfecta.  La mancha, caprichosa, compuso una estrella dentada adosada a una nube de puntos rojos con cabellos.  Los trocitos de hueso, incrustados por todo, daban al conjunto una inquietante textura.

Cubrí todo con mi barniz especial: una mezcla de clara de huevo, cola de carpintero y esencia de trementina. ¡Es maravilloso lo que consigue mi fórmula!  No espere que le dé las proporciones exactas, eso me lo reservo y vendrá conmigo a la tumba.

En esa ocasión, además, rocié mi obra con insecticida para evitar las moscas (a veces sus excrementos, e incluso sus larvas, me han servido en otras composiciones) y añadí un aerosol desodorante para darle un aroma floral.  Mis trabajos han de ser un conjunto de sensaciones y no sólo visuales, quiero que intervengan los cinco sentidos, que quien los contemple interactúe con ellos y sienta la magia que desprende la miscelánea que les brindo para su disfrute.

Me deshice del cuerpo de la forma habitual: enterrado, en mi finca de la sierra, junto a los cipreses que cada vez están más vigorosos gracias, sin duda, a la importante aportación de materia orgánica que, regularmente, les brindo.

No suelo dejar nada para distinguirlos, pero esa vez, al ser la primera, compuse un túmulo de piedras redondas con forma de pirámide.  Estaba particularmente contento con el resultado y quería, de algún modo, guardar un recuerdo claro y agradecido de quien había cedido la materia principal de la composición.

Cuando expuse todo fueron aclamaciones.  La crítica me proclamó como “el nuevo Antoni Tapiès”, el revolucionario de las texturas y el colatge, el artista que, con este trabajo, había culminado la cúspide de su carrera.  Luego vino lo del listillo del ADN: un policía de pacotilla, con conocimientos de anatomía, que creyó distinguir en mis cuadros restos humanos.  Inició una investigación que confirmó sus sospechas.

Fui interrogado y encarcelado ante el estupor del público, pero no contaban con mi abogado.  Se entabló una lucha legal sin precedentes en España.  Todos me daban por condenado hasta que tuve que sacarme un as de la manga: la declaración jurada que conservaba de cada una de mis víctimas prestándose, voluntariamente, a ser mi modelo, mi pintura, mis pinceles y hasta mi propia obra.

Los grupos pro-vida se erigieron como acusación particular.  Los partidarios de la eutanasia se alinearon a mi favor esgrimiendo, como argumento, la libertad que debería tener todo el mundo para morir como quiera. Yo seguía mi vida, ajeno a lo que me rodeaba, pero con la firme convicción de que había revolucionado el mundo del arte. Gracias a la habilidad de mi abogado y a sus argucias de leguleyo fui exonerado de todos los cargos y me convertí en una celebridad.  Para muchos representaba la vanguardia del arte.  Para otros no era más que un asesino suelto al que había que eliminar. 

Luego compré la prensa hidráulica, una vieja máquina que me costó cuatro perras y que fue dando forma material a lo que será mi última obra. 

Naturalmente, no he dejado nada al azar.  He probado en varias ocasiones el artefacto, pero lamentablemente, la notoriedad que me ha brindado la prensa ha mermado el número de voluntarios y he tenido que prescindir de su participación.  Poco a poco, he ido depurando la técnica, la fuerza necesaria, la distancia entre el lienzo y los cráneos.  Por eso, ahora, le envío esta carta con la dirección exacta de mi estudio.  Cuando la reciba y me encuentren, espero que todo el mundo sepa apreciar mi cuadro; lleva por título:

“Autorretrato”

 

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