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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

CUENTOS FANTASTICOS

LA MOMIA DE LENIN

 


El abuelo era comunista y taxidermista aficionado.  En casa se podían admirar sus creaciones en cada habitación.  Tejones atropellados, jabalís de cacerías, ginetas y zorros capturados con métodos no del todo ortodoxos convivían en las estanterías con toda una pléyade de perros y gatos de varios los tamaños.

En la base del modesto pedestal que le servía de pie a cada una de sus piezas, se podía leer, en una plaquita metálica troquelada con mimo, el nombre de la mascota y la fecha de muerte ­con lo que las varias generaciones de gatas Mimí cohabitaban sin problemas con los perros Tobi y Sultán mezclados con periquitos, jilgueros, zorzales y hasta gallinas enanas colocadas en parejas.

Las piezas de caza, naturalmente, carecían de nombre propio.  El abuelo sólo anotaba en latín el nombre científico, como buen naturalista.  Cuando venían visitas, parecía que entraban en un museo de historia natural.  A la abuela le incomodaba la exhibición de su casa, sobre todo cuándo el abuelo insistía en enseñar el zorro plateado que presidía su alcoba encaramado en el ennegrecido armario de caoba que la abuela heredó de su madre.

 

— ¡Qué sea la última vez que los metes en el cuarto— rezongaba la abuela—, que a nadie le importa cómo tengo las bragas!

 

Yo adoraba a mi abuelo y le acompañaba a su “laboratorio” montado en la bodega de la casa.  Pese a lo aislado de la estancia, los olores nauseabundos de los cuerpos en descomposición mezclados con los productos químicos que mi abuelo utilizaba en su arte, subían por las escaleras y envolvían al resto de la casa en una especie de halo de muerte que alejaba a más de uno.

 

El abuelo, convencido comunista, idolatraba a Lenin de quien sabía casi todo.  Yo, por mi parte, que pasaba tantas horas con él, estaba cansado de escuchar sus explicaciones, me abrumaba con los detalles más insignificantes de la vida de Lenin y, no me da vergüenza reconocerlo, siempre me ponía los pelos de punta al escuchar los pormenores de su embalsamamiento:

 —Lenin fue embalsamado nada más morir, en enero de 1924, y desde entonces su cuerpo se expone al público en un sarcófago transparente diseñado por el ingeniero Nikanor Kurochkin, quien creó el cristal de rubí para las estrellas de las torres del Kremlin—decía el abuelo.

 
Para el abuelo, la momia de Lenin tenía el mismo valor que el brazo incorrupto de Santa Teresa para Franco, era cómo si renegase de su ateismo declarado y quisiera sustituir el santoral cristiano con sus propios mártires y sus propios beatos en la fe de Marx.

Era tanta su obsesión por los líderes comunistas, que había confeccionado un calendario en el que San Isidro se había sustituido por Bakunin o Santa Lucía por Dolores Ibarrubi y hasta tenía sus propias estampitas con las proclamas del ideario marxista en el anverso como si de oraciones se tratara.

Además de hacerme partícipe de su ideología, me nombró su heredero en el arte de la taxidermia, ya que yo había aprendido todas sus técnicas.

—Quiero que tú continúes con las disecciones, te he enseñado todo lo que se y confío que continuarás mi legado — me comunicó un día con gran solemnidad.

Acompañó sus palabras con la entrega de un sobre cerrado que, dado su grosor, contenía varias hojas. 

—No lo abras hasta que yo muera —me advirtió.

No sé si el abuelo presentía su muerte o fue pura casualidad, pero el caso es que, a los pocos días de confiarme su testamento, murió de la manera más tonta: se cayó de la cama y se rompió el cuello.

Siguiendo sus instrucciones, antes de hacer nada, abrí el sobre y al leer su contenido me quedé de piedra: el abuelo quería que lo embalsamáramos, que lo metiéramos en una urna de cristal, como a Lenin, y que lo expusiéramos en el pasillo de la entrada.

—Son desvaríos de viejo —decía mi padre—, hay que enterrarlo como dios manda.

—De eso nada —repuso tajante la abuela—, su voluntad es su voluntad y la vamos a acatar.

Consultamos a un abogado sobre la legalidad de la ocurrencia del abuelo, pero la cosa no estaba clara.  Por un lado las normas sanitarias exigían el enterramiento o, al menos, la incineración del cadáver, pero por otro lado había un vacío jurídico en lo que respecta a los embalsamamientos.  ¿Se puede considerar enterramiento la exhibición en una urna funeraria hermética de un cuerpo disecado?  Y luego estaba el detalle de la preparación del cuerpo.  Yo, que era el encargado de tal menester, tenía verdadero terror a acometer la taxidermia de un ser querido.

El caso es que el tiempo fue pasando y el cuerpo del abuelo seguía sentado en su mecedora favorita, sin que nadie se atreviese a tocarlo ni para darle cristiana sepultura, como decía mi madre, ni para momificarlo, como pedía el abuelo en sus instrucciones manuscritas. 

Lo curioso es que el cadáver no sufría los rigores naturales de la putrefacción.  Ni olía mal, ni era atacado por gusanos, ni siquiera su piel adquiría el color céreo de los muertos.  Si acaso, podía adivinarse cierta opacidad en los ojos y una sonrisa beatífica fruto, quizás, del encogimiento de los músculos faciales.

Pronto nos acostumbramos a su presencia en el salón.  La abuela lo afeitaba todos los días y pasaba las tardes haciendo solitarios junto a él en torno a una mesa de camilla.

Poco a poco la piel se fue acartonando y, de ella, comenzó a emanar un agradable aroma de alcanfor que se mezclaba con el olor a las bolas de naftalina que la abuela le introducía en los bolsillos del traje de primer novio.  Las moscas no se atrevían a posarse, negando a Machado, sobre sus párpados yertos y me di cuenta, aliviado, de que no hacía falta mi intervención para cumplir la última voluntad del abuelo.

En vista de la evidencia de la naturaleza incorrupta del cuerpo, la abuela fue a la iglesia para proclamar la santidad de su marido, pero Mosén Julián, que conocía las inclinaciones políticas del abuelo, se negó en rotundo a iniciar la canonización de un comunista y ateo confeso.

Yo, por mi parte, me vi en la obligación moral de comunicar el fenómeno a su querido Partido Comunista, pero me echaron de la sede con cajas destempladas y hasta creí oír que me llamaban iconoclasta y es que, en estos nuevos tiempos que nos han tocado vivir, todo el mundo huye de las creencias trasnochadas y hasta en la Madre Patria Rusa aborrecen de sus símbolos aunque sigan formándose colas kilométricas en la puerta del mausoleo donde se expone el cuerpo incorrupto de Lenin. 

 

INTROSPECTIVA

INTROSPECTIVA

 

Vivo en una cloaca.  No quiero que piensen que hablo en metáfora, realmente paso mis días y mis noches dentro de los acogedores túneles que recorren el subsuelo de la ciudad.

 

Aquí encuentro todo lo que necesito para mi magro sustento.  La comida abunda si no eres muy exigente con la presentación del producto.  Con el tiempo, he desarrollado una habilidad especial para orientarme por el laberinto de túneles que constituyen mi mundo subterráneo.  Bajo las grandes superficies se pueden conseguir verdaderas montañas de comida intacta, todavía con sus envases herméticos.  Para evitar la mala imagen de la gente pobre hurgando en los cubos de basura, han optado por evacuar sus excedentes a los intestinos de la ciudad y yo me maravillo, cada vez más, de la calidad de los productos a punto de caducar.

 

En los túneles principales hay hasta luz eléctrica, no piensen que mi vida es oscura.  Naturalmente, el olor no es muy agradable, pero acabas por acostumbrarte y les aseguro que hay barrios en el exterior que huelen peor.  En cuanto al resto de comodidades que podrían llamarse normales, estoy perfectamente surtido.  Dispongo de un magnífico dúplex en un antiguo colector de aguas blancas.  Allí he ido colocando, poco a poco, las insólitas maravillas que me encuentro en las alcantarillas.  La energía la tomo “prestada” de los innumerables cables que, aprovechando las cañerías, se extienden por toda la ciudad.  También dispongo, por la misma vía, de teléfono, televisión por cable, internet, aire acondicionado y me imagino que no les sorprenderá que no tenga problemas con la retirada de basuras.

 

Sin embargo, en mi universo idílico y autosuficiente, me falta la compañía.  Nadie, por un absurdo prejuicio, quiere compartir mi paraíso interior.  El sexo, lamentablemente, se ve reducido al onanismo y, seamos sinceros, aunque te quieras mucho al final resulta bastante aburrido.  Por eso me veo obligado a hacer algunas incursiones a la superficie buscando el calor de otros cuerpos, pero cada vez me vuelvo más perezoso, o quizás más viejo, y voy espaciando las visitas. 

 

Hace poco que he conseguido amaestrar a una rata enorme.  La crié desde pequeña y ahora me sigue a todas partes como si fuera mi alter ego.  Ha desarrollado habilidades impresionantes para los de su especie.  Con ella, o mejor dicho gracias a ella, he encontrado verdaderas montañas de dinero en metálico.  Resulta increíble lo que tira la gente por el retrete.  Debido a su curiosa habilidad le he puesto de nombre “Onassis” y a ella parece que le gusta, aunque si sigue aprendiendo tan rápido como hasta ahora quizás tenga que utilizar el nombre completo y llamarle Jacqueline.  Poco a poco, mi relación con ella es más íntima y ahora dormimos en la misma cama, abrazados, con su enorme cola gris entrelazada en mis piernas.  Me gusta cepillarle el denso pelaje del lomo, como si sacándole brillo con el cepillo pudiera olvidar su condición de roedor.  Ella cada vez entiende más lo que le hablo y ha empezado a comunicarse conmigo con unos grititos que poco a poco me resultan más inteligibles.  De todas formas yo también he experimentado ciertos cambios desde que vivo en la penumbra de los túneles.  Mis ojos se han adaptado perfectamente al nuevo hábitat y se me han retraído los párpados.  La cara se me está afilando y estoy empezando a contagiarme de la forma de hablar de Onassis.  Prácticamente ahora ya nunca me pongo ropa, me ha crecido una pelusilla blanquecina que me protege de la humedad y de las corrientes.  Sin embargo, me entristece pensar que todavía no me ha crecido el rabo.

 

Por otro lado, a Onassis, se le está estilizando la figura, creo que está experimentando algún tipo de transformación.  Será que tanto vivir conmigo se está humanizando y que yo, por otro lado, me estoy “ratizando”.  No sé si nuestras transformaciones nos están uniendo más o por el contrario nos están separando.  Onassis se está volviendo cada vez más pizpireta y empieza a hacerle ascos a casi todo.  Se pasa todo el día delante del espejo atusándose los cabellos y embadurnándose con las cremas que encontramos y que, según ella, le resultan imprescindibles para la vida.

 

Esta mañana he descubierto que me ha empezado a crecer una  preciosa cola.  Resulta muy útil para andar por los túneles.  Con ella puedo interpretar mejor las corrientes de aire y es una gran ayuda para mantener el equilibrio cuando caminas por una tapia.  ¡Qué maravilla poder hacer equilibrios sin temor a caerme!  Como un infalible funambulista sin pértiga, paseo por tuberías suspendías en el vacío observando el arroyo inagotable de desperdicios que fluye sin pausa en mis dominios.

 

Como temía, Onassis me ha abandonado, se puso un vestido muy sexi, se embadurnó con sus queridas cremas y perfumes y subió por la escalera que lleva al centro comercial.  La he esperado toda la noche, con la esperanza de que abandonase la loca idea de vivir en el exterior.  Por un momento me he visto tentado a seguirla, pero al asomarme por la boca de la alcantarilla la luz me ha cegado.  El olor me ha resultado insoportable, los ruidos, que antes ni siquiera apreciaba, me han herido los tímpanos hasta casi hacerlos sangrar.  Con verdadero pavor he regresado a mi vida subterránea resignado, de nuevo, a la soledad cómoda y húmeda de mis queridas cloacas.

 

PULEX IRRITANS Por José Manuel González

PULEX IRRITANS Por José Manuel González


Hace poco más de dos meses que soy pulga. Mido menos de cuatro milímetros y soy capaz de saltar distancias que superan los 9 metros (lo que no está nada mal si consideramos que cuando era hombre y medía 1,70 hubiera correspondido a un salto de casi cuatro kilómetros)

 

Mi transformación comenzó una mañana del mes de marzo. Ese día sentí, bajo el calcetín, una irresistible picazón que me hizo rascar hasta que manó la sangre. No pude localizar al insecto que me vampirizó, pero inocente de mí, fumigué la casa con el apestoso insecticida que me recomendó un amigo. No se si por efecto de las piretrinas o por una extraña reacción alérgica, caí en un profundo letargo junto a mi sofá preferido. Oía los ruidos del exterior, pero era incapaz de moverme. Solo sentía unas irresistibles ganas de quedarme inmóvil, mientras menguaba y menguaba. Consumiéndome desde fuera, fui perdiendo lentamente mi aspecto de hombre. Era tanto mi deterioro y tan evidente la merma de mis carnes, que estaba convencido de que en pocos días me habría reducido a unas pocas células muertas y que, quizás, algún ácaro aprovecharía mis restos para su magro alimento.

 

Poco a poco fui consolidando una forma ovoide. Mi vida transcurría a un nivel un poco mayor que el celular. Entre las protectoras fibras de mi alfombra de auténtico pelo de camello, pasaban los días en placentero letargo. Nadie me importunaba con sus gritos, nadie me pedía dinero en los semáforos, sabía que estábamos en mayo y me importaba una mierda la declaración de hacienda. Vivía en un estado de completa felicidad, mientras mi metamorfosis, como la de Kafka, se completaba lentamente, pero a ritmo constante.

Cuando las condiciones de humedad y temperatura fueron las apropiadas se produjo mi eclosión a la vida de larva, sin embargo aún tenía pendientes tres mudas hasta llegar al estado de crisálida, antesala de la vida adulta. Alimentándome de detritus y de la sangre digerida en los excrementos de otras pulgas, fui creciendo sin preocuparme de los dolores de piernas que antes me atormentaban, ni de los horarios de los trenes y el despertador de la mesilla de noche. En mi universo diminuto y cálido, paseaba entre los pelos inmensos de la alfombra, buscando restos de comida y a otras larvas con las que compartir experiencias y quizás practicar el canibalismo si el hambre apretaba.

 

El estado larvario de las pulgas, en el caso de las Pulex irritans -la pulga del hombre como es mi caso- es muy variable en el tiempo, puede durar de 9 a 202 días. Yo tuve suficiente con cuarenta y cinco días, así que, en el principio del verano, tejí un capullo de seda alrededor de mi cuerpo larvario y sufrí una nueva transformación a pupa. Leí en alguna parte que las uñas de los pies crecen al mismo ritmo que la deriva de los continentes. No sé si esto podrá aplicarse al crecimiento de mi resistente exoesqueleto, pero la verdad es que sufría al pasar de la consistencia blanda y libre de mi cuerpo de gusano a la encorsetada rigidez de mi nueva forma.

 

Mi vida de pupa pasó sin sobresaltos, esperando el completo desarrollo del imago adulto que ahora soy. Sabía que a finales de julio llegarías a casa, que te sorprenderías por mi ausencia y me buscarías por todas partes, que te sentarías en el sillón junto al teléfono, que buscarías mensajes en el contestador, que me brindarías tus piernas desnudas, accesibles e indefensas a mi voraz aparato picador-chupador.

 

Mi primera comida fue gloriosa. De un salto subí a tu pubis acogedor y piqué con deleite. Succioné la sangre cálida que fue mi primer alimento adulto. Igual que el amante novel en su primera vez, perforé torpemente tu piel perfecta y fragante. Luego no pude parar, lo reconozco, toda mi vida de pulga sin ingerir algo decente me hizo olvidar las mínimas normas de cortesía y piqué y piqué con avidez hasta convertir tu cintura, tu ingle y tu bajo vientre en una constelación de bultitos escarlatas que pronto empezaste a sufrir.

Tu mano recorría las picaduras buscando alivio, clavando esas longilíneas uñas rosa palo, pintadas con tu esmalte preferido de cobertura perfecta y textura nacarada.

Yo te veía sufrir por la incertidumbre de mi ausencia y por la desazón del prurito. Agazapado en tu ropa interior, convertido en un nuevo Nosferatu, esperé a la noche. Tú no lo sabías, pero la mutación había comenzado y con ella nuestra nueva vida juntos.

 

Pina 22 de mayo de 2007

 

 

 

AL FINAL DEL TUNEL


Me veo reflejado en la vitrina del aeropuerto, la noche se ilumina con los potentes focos de los aviones dispuestos a despegar. Estoy cansado, aburrido de tanto esperar y me afano por pegar la mejilla en este cristal frío e inmenso.

Los futuros pasajeros esperan resignados su vuelo y evitan cruzar las miradas por temor a tener que iniciar una conversación. Maletas desparramadas por el suelo se amalgaman con la sórdida basura de las horas punta. Los altavoces de la sala de espera cumplen su misión con machacona insistencia e inundan todo de idiomas extraños.

Cada vez estoy más hipnotizado por las luces del exterior. Veo las bombillas que marcan la pista de aterrizaje y comprendo la atracción que sienten los aviones por sus luminosas marcas. Un boeing 747 acaba de despegar, dejando, tras de sí, un ruido ensordecedor que ha hecho vibrar el vidrio y me produce un cosquilleo en los pelos de la nariz. La imagen se repite: uno despega, otro aterriza, uno despega, otro aterriza, parece el baile de galanteo de unas descomunales aves nocturnas que, en lugar de poner huevos, depositan pequeños individuos trajeados y ruidosos.

Pero, de pronto, un Airbus ocupa el horizonte y una luz cegadora va llenando todo mi campo de visión. No puedo separarme de la ventana, la luz del avión me atrae, me magnetiza, me abraza. Me pican los ojos, oigo gritos de pánico a mi alrededor, pero yo no me muevo. El avión se hace cada vez más grande, ahora todo es luz y es tan cálida…Parece que puedo distinguir, en la cabina, los rostros de terror de los tripulantes, los brazos tensos del piloto tirando del timón, los gritos sordos de las azafatas y el olor fétido de la muerte.

De pronto, todo se apaga, estoy en un inmenso pasillo negro, de suelo liso, extremadamente liso, pero no resbalo. Camino como un autómata y no sé si subo o si bajo, si voy para delante o retrocedo, pero no puedo parar. Un brillo lejano fija mi rumbo, ahora tengo un objetivo, un punto de referencia donde dirigir mis pasos. Poco a poco, paso a paso, la oscuridad va dando lugar a una luminosidad creciente que me atrae ¡Cómo comprendo, ahora, a las polillas que se fríen en las bombillas de las farolas! Mi pulso se acelera, las piernas amplían sus zancadas, ya estoy corriendo y no me canso nada. Lo que antes era un resplandor inerte se ha convertido en una estrella de luz que no quema, que me envuelve, que me arrulla. La luz me llama, la luz me inunda y todo mi cuerpo se estremece en un orgasmo sin sexo. Es la plenitud, soy parte del todo, la energía fluye en mí. Ahora soy luz. Ya queda poco del Yo, pero algo me retiene, miro hacia atrás y veo el pasillo negro, ¿qué me impide avanzar? Me he detenido. Un cordón viscoso tira de mi cuerpo hacia lo oscuro; el cordón se tensa, mi alma regresa…

-¡Desfibrilador, éste aún respira! –grita una voz cargada de prisa- yo abro un ojo y veo su cara. Me fríen a vatios y el corazón bombea. ¿Qué ha fallado? Mi cuerpo está en el suelo y yo lo estoy viendo desde fuera. ¡Ahora lo entiendo! ¡El puto cordón que me lastra! ¿Cómo puedo cortarlo? Intento tirar de él, pero mi cuerpo inerte lo tiene bien sujeto y lo succiona goloso como si fuera la manguera que huye del incendio.

-Déjenme en paz –les grito desde mi garganta sin voz- y un enfermero mueve mi cuerpo. Entonces descubro un punto débil en el cordón. Una ligera fisura cerca de la espalda, tiro con toda mi alma y mi vida muere. Vuelvo al pasillo, corro sin ruido, pero… ¿no hace más calor? ¿no es más roja la luz que me atrae? Avanzo con cautela, pero no puedo frenar mi impulso, el pasillo desciende y el resplandor quema. Grito y mi aullido en el calor se ahoga. Un magma sólido me recibe ardiente, me derrito en su seno y Pedro Botero se ríe…

JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

PINA A 15 DE febrero de 2006

MI DIOS VERDADERO

 

Dios ha muerto. Sin avisarme ha muerto. Sin dejar un sucesor, ni siquiera uno que le sustituya de manera interina. He probado con Ala, Jehová, Buda, Shiva, Brahmá, y Visnhú, Quetzalcóatl, Mitra, Atón, Osiris y Horus, pero parece que no me hacen ni caso. Por eso he decidido crearme mi propio Dios Verdadero.

Mi Dios Verdadero es un dios para estar por casa, no tiene grandes pretensiones pues todavía no se ha desarrollado. Por el momento, no es un dios vengativo como otros, ni busca obediencias ciegas como en las sectas destructivas. Mi Dios Verdadero, por ahora, no es muy conocido, pero he contratado una empresa de marketing y publicidad que me ha prometido resultados inmediatos. Me han recomendado que busque un libro, a poder ser de apariencia antigua, que explique algo, pero no todo, de mi Dios Verdadero. Así que me he aplicado a escribir preso de una increíble inspiración divina:


“Al principio no había nada –eso me suena a plagio- no había ni Dios, así que El Dios Verdadero se hizo a sí mismo (esto ya introduce un toque de novedad) Como se aburría de estar solo, sin que nadie le pidiera nada, le dio por crear la tierra, el cielo y todo lo creable –mi Dios Verdadero no iba a ser menos que los otros- y así entre crea que te crea introdujo en su universo, recién inventado, al hombre y la hombra (como diría Ibarretxe para ser políticamente correcto) En realidad primero creó a la mujer que pronto convenció al hombre de que dejara a su hombra y se fuera con ella a multiplicarse. Y lo hicieron con tanto éxito, que pronto colonizaron todo el territorio….”
El libro va creciendo en mi ordenador, pero de momento no he encontrado una impresora capaz de imprimirlo en piedra. Lo he traducido, con el “Babilón Taslator”, al berebere, suahiri y sánscrito (que eso luce mucho para los libros doctrinales) Me recomiendan que lo empiece a distribuir por tomos más pequeños para dar un poco más de misterio.
Al primer libro lo he llamado “Principio” (¡mucho más claro que Génesis dónde va a parar!) y ha empezado a funcionar muy bien en las librerías. El segundo libro ya es un Bed Seller antes de su publicación. Las editoriales se matan por tenerme en su nómina así que he decidido crear mi propia empresa para explotar mejor el negocio.
La cosa promete, tengo una sede imponente, un edificio enorme lleno de espacio y muy luminoso. Como mi Dios Verdadero está creciendo en popularidad parece que está empezando a cultivar cierta mala leche. Ahora estamos en proceso de expansión y como mi Dios Verdadero tiene cada vez más adeptos hemos tenido que construir más sucursales. Pronto terminaremos un nuevo complejo para las oficinas centrales y yo, como fundador, viviré allí.
El tiempo pasa y mi Dios Verdadero es un gran éxito, tanto que ya me han aparecido facciones dentro de la nueva religión. Mi Dios Verdadero me reveló sus mandamientos y, para no ser menos, incluyó cuatro prohibiciones sexuales. Los he publicado y a mis discípulos les han parecido algo laxos así que los he sustituido por otros (MANDAMIENTOS.02) más estrictos con más prohibiciones sexuales.

Mi Dios Verdadero me parece que me ha salido rana. Ya casi no me escucha ni da señales de vida. Está en su cielo controlándolo todo ¿no se habrá endiosado?

Mi Dios Verdadero ha muerto. Sin avisarme ha muerto. Sin dejar un sucesor, ni siquiera uno que le sustituya de manera interina. He probado con la Pachamama, Viracocha, Odín, Zeus y su primo Júpiter, Makemba, Maramba y Olucún pero no me escucha así que, por si las moscas, no diré nada.


José Manuel González.-Pina de Ebro a 2 de febrero de 2006.

ESTE RELATO RESULTÓ GANADOR EN EL PRIMER CONCURSO DE RELATOS DE LA EDITORIAL ABACO

 

ENERGIAS ALTERNATIVAS

ENERGÍAS ALTERNATIVAS

Llegué a Villarquemada por accidente, por puro azar. Mi coche, último modelo en el año 1968, decidió dejar de funcionar justo en la entrada del pueblo. Como pude, entré empujando hasta dar con alguien que me envío al herrero. Yo pensaba que en el siglo XXI ya no quedaba nadie practicando ese oficio, pero considerando la antigüedad de mi vehículo, quizás fuese lo más adecuado. Cuando llegué al taller, Isidro –así se llamaba el herrero- estaba trabajando. Manejaba, con increíble destreza, un enorme martillo con el que daba forma a una pieza metálica. Las chispas y el ruido monótono del repiqueteo del martillo chocando en el yunque, llenaban la estancia. Parecía que había entrado en la Fragua de Vulcano.

Tras un largo minuto, Isidro se percató de mi presencia. Dejó el martillo y, con esa sonrisa que borraba la fiereza de su rostro, me preguntó qué quería. Le expliqué mi problema y dijo:

-Podemos echarle un vistazo, pero igual hay que cambiarle alguna pieza.

-No me importa –contesté esperanzado- lo importante es que pueda llegar a casa como sea.

Juntos llegamos a donde el coche había dejado de funcionar. Abrí el capó e Isidro, tras una breve inspección, determinó que la cosa tenía arreglo.

-Puede ir a la Taberna mientras lo arreglo –sugirió- pero antes necesitamos llevarlo a mi taller.

En ese momento, como por arte de magia, apareció una mula torda enjaezada con todo lo necesario para el arrastre y así, con tracción animal, trasladamos al averiado “Seiscientos” hasta la casa de Isidro.

Yo, la verdad, dudaba mucho que ese extraño mecánico, uniformado con ropa de pana y coronado con una raída boina, fuese capaz de conseguir el milagro de devolver la vida al motor de mi coche, pero nada perdía por intentarlo.

Seguí la sugerencia de Isidro y me dirigí a la Taberna. Allí no había más que cuatro ancianos vestidos con ropa cortada con el mismo patrón que Isidro. Jugaban al dominó pausadamente. Cada ficha que colocaban producía un ruido increíble. Al entrar, esbocé un saludo que fue respondido por la misma sonrisa enigmática que me había prodigado Isidro. El camarero, también entrado en años, se apresuró, solícito, hasta el principio de la barra.

-¿Qué desea caballero?

-Una cerveza bien fría –le respondí, pues los acontecimientos habían hecho crecer en mi garganta una sed de barranco.

Me sirvió una cerveza de marca desconocida, quise leer su procedencia pero no pude entender el idioma. Con todo, mi extrañeza inicial, se vio acrecentada con el primer sorbo: una increíble sensación de frescor inundó todo mi cuerpo y un sabor indescriptible, como a néctar de flores, se mantuvo en mi boca hasta el final del trago.

-¡Que cerveza más extraordinaria! –no pude menos que decirle- ¿dónde la consiguen? Nunca había probado esta marca y le aseguro que conozco muchas.

-Nos la traen desde muy lejos, pero nuestro proveedor es un poco especial y es “particularmente” selectivo al colocar su producto.

Me contó que en el pueblo cada día quedaban menos. Que todos eran muy mayores, pero que vivían felices sin necesidad de salir de su localidad. Me contó que Isidro había aprendido su oficio lejos de Villarquemada, muy lejos, insistió. Era un verdadero artesano del metal y era capaz de arreglar todos los aparatos mecánicos que llegaban a sus manos. Yo asentía incrédulo, dudando de sus palabras. Me daba igual que fuese un artista de la forja si no era capaz de solucionar mi problema de transporte.

Sin prisa, después de deleitarme con tres increíbles cervezas, me dirigí a la casa de Isidro. Allí todo era ruido y luces extrañas. Por un momento temí que había depositado mi confianza en un loco, en un desconocido que podía destruir lo poco que me quedaba de la herencia de mis padres. Un sudor frío mojó mi camisa al comprobar que había sacado el motor. Las piezas sembraban de metal el suelo del caótico taller. Isidro, al mirarme, se dio cuenta al instante de mi inquietud y se apresuró a decir:

-No se preocupe por lo que ve, sé lo que hago. He tenido que sustituir más piezas de las que pensaba, pero al final le va quedar el vehículo mejor que nuevo. Será mejor que de una vuelta por el pueblo y me dé un poco más de tiempo.

La tarde iba declinando y se encendieron las luces del alumbrado público cuando, haciendo caso de la sugerencia del mecánico, di un paseo por las extrañamente cuidadas calles de Villarquemada. Una luz tenue brindaba un colorido curioso a las casas. Viejas casonas de piedra con fachadas blanqueadas, ventanas enrejadas con forjados de filigrana. Algunas tenían grabado en el dintel de la puerta el año de construcción, otras se limitaban a ofrecer el blasón que, inexcusablemente, se repetía en todas ellas: un animal alado vestido con algo que recordaba una armadura y tocado con, lo que parecía, un casco hermético que ocultaba la cara del ser.

Milimétricamente, se reproducía la misma imagen en todo el pueblo. La verdad es que en nada me recordaba a algo conocido. Pregunté a una señora enlutada que tomaba “la fresca” en la calle.

-Siempre han estado allí –me contó- nosotros le llamamos “El Visitante” y también lo puede encontrar en el escudo municipal y en la bandera.

La anciana tenía escrito los años en su rostro. Surcos de vivencias que componían una cara envejecida, pero agraciada; ojos almendrados de un indescriptible azul traslúcido, casi velado, y la sonrisa iluminadora que parecía ser la marca de la casa de todos los habitantes de Villarquemada. Sentada en su mecedora veía pasar la gente que, como ella, disfrutaban del frescor de la noche.

Una calle angosta me condujo a la plaza del Ayuntamiento. El edificio austero que presidía la plaza repetía, aumentado de tamaño, la imagen blasonada del “Visitante”. Aún siendo tarde, el alguacil custodiaba la puerta principal. Al verme, me invitó a pasar y yo, por no pecar de maleducado, le seguí por el patio.

Subimos por una desgastada escalera que conducía al primer piso donde –me dijo el alguacil- estaban las dependencias municipales. Las oficinas estaban dotadas con aparatos que parecían sacados de una torre de control de la NASA. Miles de luces iluminaban una constelación de paneles e instrumentos. En vista de mi innegable cara de asombro, mi cicerone, explicó que esa sala era algo más que unas oficinas municipales. Allí se controlaba todo lo referente al pueblo: el alumbrado público, las calles, el alcantarillado, los caminos y toda la maquinaria interna que hacía funcionar, como un reloj bien engrasado, el municipio.

A pesar del despliegue tecnológico, en la sala no había nadie trabajando. Los aparatos, algunos de los cuales no cesaban de emitir extraños ruidos, funcionaban con frenética actividad emitiendo destellos, zumbidos y nubes de papel. Me acerqué con cautela a uno de ellos y observé con extrañeza que un mosaico de monitores daban cumplida información de cada uno de los puntos más importantes de la población: la entrada del pueblo, la taberna, el taller de Isidro y prácticamente todas las calles que habían compuesto mi breve itinerario, estaban representadas en las cámaras de vigilancia.

Pregunté al alguacil el motivo de tanta tecnología y él se limitó a encoger los hombros y sonreír. Consciente de que no iba a conseguir ninguna información del empleado público y sumido en una creciente inquietud, dejé el edificio y encaminé mis pasos, de nuevo, a donde estaban destripando mi coche.

La distribución perfecta de las calles permitía orientarse sin problemas, pero no obstante, en mi regreso descubrí casas que antes no había visto. Parecía como si algo hubiese cambiado y hasta la atmósfera, antes agradable y acogedora de la villa, parecía más hostil. Nervioso, fui acelerando el paso hasta acertar con la calle del taller.

Poco antes de llegar a mi destino, vi con verdadera alegría que mi coche estaba aparcado en la puerta. Todo estaba cerrado, aporreé la puerta metálica hasta hacerme daño, pero Isidro no daba señales de vida. Rodeé la casa para buscar otra nueva entrada, pero el resultado fue el mismo: nadie respondía a mis gritos ni a mis llamadas.

Tras un largo cuarto de hora, y cuando ya empezaba a desesperarme, me acerqué al coche y pude comprobar que las llaves estaban puestas. Lo puse en marcha y funcionaba a la perfección. Una vez al volante del vehículo y recobrada mi movilidad, decidí dar una vuelta por el pueblo para dejar un recado a Isidro. No pude encontrar a nadie. Todo estaba desierto y las luces, que antes tanto me habían maravillado por su claridad, estaban tomando un tono cada vez más opaco inundando de sombras mortecinas las callejas.

Eran más de las diez de la noche y, en vista de la situación, decidí marchar del pueblo. Tomé la carretera que serpenteaba por el extremo del valle disfrutando anticipadamente por alejarme de allí.

De pronto, por el retrovisor, pude distinguir un gran destello azulado que inundándolo todo. Paré en la cuneta y pude comprobar, rozando la locura, que el espacio que antes ocupaba el pueblo, ahora era una superficie calcinada en la que aún se distinguía el rescoldo de unas llamas.

Por un momento, creí que estaba soñando, que las cervezas que con tanto placer había tomado, contenían alguna suerte de alucinógeno. Haciendo acopio de un valor que no tenía, di media vuelta y volví a la entrada del pueblo. Efectivamente, todo había desaparecido. Dónde antes se erguía una perfecta alineación de casitas y calles ahora era un paisaje quemado, desolado y fantasmagórico, que solo producía desazón.

Cuando el estupor crecía en mí hasta llegar al límite, alcé la vista al cielo y descubrí la increíble imagen que me acompañará toda la vida: una luz inmensa, azulada y fría, suspendida en la nada, me contemplaba estática. De pronto la luz se tornó violeta y emitió un fogonazo seco y a continuación desapareció de mi alcance visual. Un intenso olor a ozono, como a tormenta, cubrió el valle e inundó mis sentidos.

Aterrorizado, me alejé deprisa del lugar y me incorporé a la carretera principal. No sé cómo llegué a casa. Conduje como un zombi durante tres horas, pero el tiempo pasó como en un suspiro. Me acosté de inmediato decidido a olvidarlo todo. Por la mañana, aún estaba impactado por los acontecimientos ¿no habría sido todo una pesadilla? Casi con miedo, me dirigí al garaje para ver que había pasado con mi coche. Allí estaba, refulgiendo en la penumbra con un brillo metalizado que me dejó paralizado. Recobrado el valor, pude acercarme a él para comprobar qué modificaciones había realizado Isidro. Con pulso tembloroso, abrí el capó para ver el motor. ¡Allí no había nada! Sólo una minúscula cajita, de forma piramidal conectada a la trasmisión, que emitía un, casi imperceptible, zumbido. Entré en el vehículo convencido de que me habían robado el motor. De forma automática di media vuelta a la llave de contacto. Mi Seiscientos funcionaba a la perfección y mi asombro crecía hasta límites insospechables. Algo llamó mi atención en el asiento de atrás: allí, perfectamente alineadas, encontré tres cajas de la cerveza que me había extasiado.

Ya han pasado cuatro años desde entonces y mi coche sigue funcionando. Nunca más he tenido que poner gasolina en el depósito, pero con la cerveza no tuve la misma suerte.

PINA DE EBRO A 17 de enero de 2006