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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

LA MOMIA DE LENIN

 


El abuelo era comunista y taxidermista aficionado.  En casa se podían admirar sus creaciones en cada habitación.  Tejones atropellados, jabalís de cacerías, ginetas y zorros capturados con métodos no del todo ortodoxos convivían en las estanterías con toda una pléyade de perros y gatos de varios los tamaños.

En la base del modesto pedestal que le servía de pie a cada una de sus piezas, se podía leer, en una plaquita metálica troquelada con mimo, el nombre de la mascota y la fecha de muerte ­con lo que las varias generaciones de gatas Mimí cohabitaban sin problemas con los perros Tobi y Sultán mezclados con periquitos, jilgueros, zorzales y hasta gallinas enanas colocadas en parejas.

Las piezas de caza, naturalmente, carecían de nombre propio.  El abuelo sólo anotaba en latín el nombre científico, como buen naturalista.  Cuando venían visitas, parecía que entraban en un museo de historia natural.  A la abuela le incomodaba la exhibición de su casa, sobre todo cuándo el abuelo insistía en enseñar el zorro plateado que presidía su alcoba encaramado en el ennegrecido armario de caoba que la abuela heredó de su madre.

 

— ¡Qué sea la última vez que los metes en el cuarto— rezongaba la abuela—, que a nadie le importa cómo tengo las bragas!

 

Yo adoraba a mi abuelo y le acompañaba a su “laboratorio” montado en la bodega de la casa.  Pese a lo aislado de la estancia, los olores nauseabundos de los cuerpos en descomposición mezclados con los productos químicos que mi abuelo utilizaba en su arte, subían por las escaleras y envolvían al resto de la casa en una especie de halo de muerte que alejaba a más de uno.

 

El abuelo, convencido comunista, idolatraba a Lenin de quien sabía casi todo.  Yo, por mi parte, que pasaba tantas horas con él, estaba cansado de escuchar sus explicaciones, me abrumaba con los detalles más insignificantes de la vida de Lenin y, no me da vergüenza reconocerlo, siempre me ponía los pelos de punta al escuchar los pormenores de su embalsamamiento:

 —Lenin fue embalsamado nada más morir, en enero de 1924, y desde entonces su cuerpo se expone al público en un sarcófago transparente diseñado por el ingeniero Nikanor Kurochkin, quien creó el cristal de rubí para las estrellas de las torres del Kremlin—decía el abuelo.

 
Para el abuelo, la momia de Lenin tenía el mismo valor que el brazo incorrupto de Santa Teresa para Franco, era cómo si renegase de su ateismo declarado y quisiera sustituir el santoral cristiano con sus propios mártires y sus propios beatos en la fe de Marx.

Era tanta su obsesión por los líderes comunistas, que había confeccionado un calendario en el que San Isidro se había sustituido por Bakunin o Santa Lucía por Dolores Ibarrubi y hasta tenía sus propias estampitas con las proclamas del ideario marxista en el anverso como si de oraciones se tratara.

Además de hacerme partícipe de su ideología, me nombró su heredero en el arte de la taxidermia, ya que yo había aprendido todas sus técnicas.

—Quiero que tú continúes con las disecciones, te he enseñado todo lo que se y confío que continuarás mi legado — me comunicó un día con gran solemnidad.

Acompañó sus palabras con la entrega de un sobre cerrado que, dado su grosor, contenía varias hojas. 

—No lo abras hasta que yo muera —me advirtió.

No sé si el abuelo presentía su muerte o fue pura casualidad, pero el caso es que, a los pocos días de confiarme su testamento, murió de la manera más tonta: se cayó de la cama y se rompió el cuello.

Siguiendo sus instrucciones, antes de hacer nada, abrí el sobre y al leer su contenido me quedé de piedra: el abuelo quería que lo embalsamáramos, que lo metiéramos en una urna de cristal, como a Lenin, y que lo expusiéramos en el pasillo de la entrada.

—Son desvaríos de viejo —decía mi padre—, hay que enterrarlo como dios manda.

—De eso nada —repuso tajante la abuela—, su voluntad es su voluntad y la vamos a acatar.

Consultamos a un abogado sobre la legalidad de la ocurrencia del abuelo, pero la cosa no estaba clara.  Por un lado las normas sanitarias exigían el enterramiento o, al menos, la incineración del cadáver, pero por otro lado había un vacío jurídico en lo que respecta a los embalsamamientos.  ¿Se puede considerar enterramiento la exhibición en una urna funeraria hermética de un cuerpo disecado?  Y luego estaba el detalle de la preparación del cuerpo.  Yo, que era el encargado de tal menester, tenía verdadero terror a acometer la taxidermia de un ser querido.

El caso es que el tiempo fue pasando y el cuerpo del abuelo seguía sentado en su mecedora favorita, sin que nadie se atreviese a tocarlo ni para darle cristiana sepultura, como decía mi madre, ni para momificarlo, como pedía el abuelo en sus instrucciones manuscritas. 

Lo curioso es que el cadáver no sufría los rigores naturales de la putrefacción.  Ni olía mal, ni era atacado por gusanos, ni siquiera su piel adquiría el color céreo de los muertos.  Si acaso, podía adivinarse cierta opacidad en los ojos y una sonrisa beatífica fruto, quizás, del encogimiento de los músculos faciales.

Pronto nos acostumbramos a su presencia en el salón.  La abuela lo afeitaba todos los días y pasaba las tardes haciendo solitarios junto a él en torno a una mesa de camilla.

Poco a poco la piel se fue acartonando y, de ella, comenzó a emanar un agradable aroma de alcanfor que se mezclaba con el olor a las bolas de naftalina que la abuela le introducía en los bolsillos del traje de primer novio.  Las moscas no se atrevían a posarse, negando a Machado, sobre sus párpados yertos y me di cuenta, aliviado, de que no hacía falta mi intervención para cumplir la última voluntad del abuelo.

En vista de la evidencia de la naturaleza incorrupta del cuerpo, la abuela fue a la iglesia para proclamar la santidad de su marido, pero Mosén Julián, que conocía las inclinaciones políticas del abuelo, se negó en rotundo a iniciar la canonización de un comunista y ateo confeso.

Yo, por mi parte, me vi en la obligación moral de comunicar el fenómeno a su querido Partido Comunista, pero me echaron de la sede con cajas destempladas y hasta creí oír que me llamaban iconoclasta y es que, en estos nuevos tiempos que nos han tocado vivir, todo el mundo huye de las creencias trasnochadas y hasta en la Madre Patria Rusa aborrecen de sus símbolos aunque sigan formándose colas kilométricas en la puerta del mausoleo donde se expone el cuerpo incorrupto de Lenin. 

 

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