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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

ENERGIAS ALTERNATIVAS

ENERGÍAS ALTERNATIVAS

Llegué a Villarquemada por accidente, por puro azar. Mi coche, último modelo en el año 1968, decidió dejar de funcionar justo en la entrada del pueblo. Como pude, entré empujando hasta dar con alguien que me envío al herrero. Yo pensaba que en el siglo XXI ya no quedaba nadie practicando ese oficio, pero considerando la antigüedad de mi vehículo, quizás fuese lo más adecuado. Cuando llegué al taller, Isidro –así se llamaba el herrero- estaba trabajando. Manejaba, con increíble destreza, un enorme martillo con el que daba forma a una pieza metálica. Las chispas y el ruido monótono del repiqueteo del martillo chocando en el yunque, llenaban la estancia. Parecía que había entrado en la Fragua de Vulcano.

Tras un largo minuto, Isidro se percató de mi presencia. Dejó el martillo y, con esa sonrisa que borraba la fiereza de su rostro, me preguntó qué quería. Le expliqué mi problema y dijo:

-Podemos echarle un vistazo, pero igual hay que cambiarle alguna pieza.

-No me importa –contesté esperanzado- lo importante es que pueda llegar a casa como sea.

Juntos llegamos a donde el coche había dejado de funcionar. Abrí el capó e Isidro, tras una breve inspección, determinó que la cosa tenía arreglo.

-Puede ir a la Taberna mientras lo arreglo –sugirió- pero antes necesitamos llevarlo a mi taller.

En ese momento, como por arte de magia, apareció una mula torda enjaezada con todo lo necesario para el arrastre y así, con tracción animal, trasladamos al averiado “Seiscientos” hasta la casa de Isidro.

Yo, la verdad, dudaba mucho que ese extraño mecánico, uniformado con ropa de pana y coronado con una raída boina, fuese capaz de conseguir el milagro de devolver la vida al motor de mi coche, pero nada perdía por intentarlo.

Seguí la sugerencia de Isidro y me dirigí a la Taberna. Allí no había más que cuatro ancianos vestidos con ropa cortada con el mismo patrón que Isidro. Jugaban al dominó pausadamente. Cada ficha que colocaban producía un ruido increíble. Al entrar, esbocé un saludo que fue respondido por la misma sonrisa enigmática que me había prodigado Isidro. El camarero, también entrado en años, se apresuró, solícito, hasta el principio de la barra.

-¿Qué desea caballero?

-Una cerveza bien fría –le respondí, pues los acontecimientos habían hecho crecer en mi garganta una sed de barranco.

Me sirvió una cerveza de marca desconocida, quise leer su procedencia pero no pude entender el idioma. Con todo, mi extrañeza inicial, se vio acrecentada con el primer sorbo: una increíble sensación de frescor inundó todo mi cuerpo y un sabor indescriptible, como a néctar de flores, se mantuvo en mi boca hasta el final del trago.

-¡Que cerveza más extraordinaria! –no pude menos que decirle- ¿dónde la consiguen? Nunca había probado esta marca y le aseguro que conozco muchas.

-Nos la traen desde muy lejos, pero nuestro proveedor es un poco especial y es “particularmente” selectivo al colocar su producto.

Me contó que en el pueblo cada día quedaban menos. Que todos eran muy mayores, pero que vivían felices sin necesidad de salir de su localidad. Me contó que Isidro había aprendido su oficio lejos de Villarquemada, muy lejos, insistió. Era un verdadero artesano del metal y era capaz de arreglar todos los aparatos mecánicos que llegaban a sus manos. Yo asentía incrédulo, dudando de sus palabras. Me daba igual que fuese un artista de la forja si no era capaz de solucionar mi problema de transporte.

Sin prisa, después de deleitarme con tres increíbles cervezas, me dirigí a la casa de Isidro. Allí todo era ruido y luces extrañas. Por un momento temí que había depositado mi confianza en un loco, en un desconocido que podía destruir lo poco que me quedaba de la herencia de mis padres. Un sudor frío mojó mi camisa al comprobar que había sacado el motor. Las piezas sembraban de metal el suelo del caótico taller. Isidro, al mirarme, se dio cuenta al instante de mi inquietud y se apresuró a decir:

-No se preocupe por lo que ve, sé lo que hago. He tenido que sustituir más piezas de las que pensaba, pero al final le va quedar el vehículo mejor que nuevo. Será mejor que de una vuelta por el pueblo y me dé un poco más de tiempo.

La tarde iba declinando y se encendieron las luces del alumbrado público cuando, haciendo caso de la sugerencia del mecánico, di un paseo por las extrañamente cuidadas calles de Villarquemada. Una luz tenue brindaba un colorido curioso a las casas. Viejas casonas de piedra con fachadas blanqueadas, ventanas enrejadas con forjados de filigrana. Algunas tenían grabado en el dintel de la puerta el año de construcción, otras se limitaban a ofrecer el blasón que, inexcusablemente, se repetía en todas ellas: un animal alado vestido con algo que recordaba una armadura y tocado con, lo que parecía, un casco hermético que ocultaba la cara del ser.

Milimétricamente, se reproducía la misma imagen en todo el pueblo. La verdad es que en nada me recordaba a algo conocido. Pregunté a una señora enlutada que tomaba “la fresca” en la calle.

-Siempre han estado allí –me contó- nosotros le llamamos “El Visitante” y también lo puede encontrar en el escudo municipal y en la bandera.

La anciana tenía escrito los años en su rostro. Surcos de vivencias que componían una cara envejecida, pero agraciada; ojos almendrados de un indescriptible azul traslúcido, casi velado, y la sonrisa iluminadora que parecía ser la marca de la casa de todos los habitantes de Villarquemada. Sentada en su mecedora veía pasar la gente que, como ella, disfrutaban del frescor de la noche.

Una calle angosta me condujo a la plaza del Ayuntamiento. El edificio austero que presidía la plaza repetía, aumentado de tamaño, la imagen blasonada del “Visitante”. Aún siendo tarde, el alguacil custodiaba la puerta principal. Al verme, me invitó a pasar y yo, por no pecar de maleducado, le seguí por el patio.

Subimos por una desgastada escalera que conducía al primer piso donde –me dijo el alguacil- estaban las dependencias municipales. Las oficinas estaban dotadas con aparatos que parecían sacados de una torre de control de la NASA. Miles de luces iluminaban una constelación de paneles e instrumentos. En vista de mi innegable cara de asombro, mi cicerone, explicó que esa sala era algo más que unas oficinas municipales. Allí se controlaba todo lo referente al pueblo: el alumbrado público, las calles, el alcantarillado, los caminos y toda la maquinaria interna que hacía funcionar, como un reloj bien engrasado, el municipio.

A pesar del despliegue tecnológico, en la sala no había nadie trabajando. Los aparatos, algunos de los cuales no cesaban de emitir extraños ruidos, funcionaban con frenética actividad emitiendo destellos, zumbidos y nubes de papel. Me acerqué con cautela a uno de ellos y observé con extrañeza que un mosaico de monitores daban cumplida información de cada uno de los puntos más importantes de la población: la entrada del pueblo, la taberna, el taller de Isidro y prácticamente todas las calles que habían compuesto mi breve itinerario, estaban representadas en las cámaras de vigilancia.

Pregunté al alguacil el motivo de tanta tecnología y él se limitó a encoger los hombros y sonreír. Consciente de que no iba a conseguir ninguna información del empleado público y sumido en una creciente inquietud, dejé el edificio y encaminé mis pasos, de nuevo, a donde estaban destripando mi coche.

La distribución perfecta de las calles permitía orientarse sin problemas, pero no obstante, en mi regreso descubrí casas que antes no había visto. Parecía como si algo hubiese cambiado y hasta la atmósfera, antes agradable y acogedora de la villa, parecía más hostil. Nervioso, fui acelerando el paso hasta acertar con la calle del taller.

Poco antes de llegar a mi destino, vi con verdadera alegría que mi coche estaba aparcado en la puerta. Todo estaba cerrado, aporreé la puerta metálica hasta hacerme daño, pero Isidro no daba señales de vida. Rodeé la casa para buscar otra nueva entrada, pero el resultado fue el mismo: nadie respondía a mis gritos ni a mis llamadas.

Tras un largo cuarto de hora, y cuando ya empezaba a desesperarme, me acerqué al coche y pude comprobar que las llaves estaban puestas. Lo puse en marcha y funcionaba a la perfección. Una vez al volante del vehículo y recobrada mi movilidad, decidí dar una vuelta por el pueblo para dejar un recado a Isidro. No pude encontrar a nadie. Todo estaba desierto y las luces, que antes tanto me habían maravillado por su claridad, estaban tomando un tono cada vez más opaco inundando de sombras mortecinas las callejas.

Eran más de las diez de la noche y, en vista de la situación, decidí marchar del pueblo. Tomé la carretera que serpenteaba por el extremo del valle disfrutando anticipadamente por alejarme de allí.

De pronto, por el retrovisor, pude distinguir un gran destello azulado que inundándolo todo. Paré en la cuneta y pude comprobar, rozando la locura, que el espacio que antes ocupaba el pueblo, ahora era una superficie calcinada en la que aún se distinguía el rescoldo de unas llamas.

Por un momento, creí que estaba soñando, que las cervezas que con tanto placer había tomado, contenían alguna suerte de alucinógeno. Haciendo acopio de un valor que no tenía, di media vuelta y volví a la entrada del pueblo. Efectivamente, todo había desaparecido. Dónde antes se erguía una perfecta alineación de casitas y calles ahora era un paisaje quemado, desolado y fantasmagórico, que solo producía desazón.

Cuando el estupor crecía en mí hasta llegar al límite, alcé la vista al cielo y descubrí la increíble imagen que me acompañará toda la vida: una luz inmensa, azulada y fría, suspendida en la nada, me contemplaba estática. De pronto la luz se tornó violeta y emitió un fogonazo seco y a continuación desapareció de mi alcance visual. Un intenso olor a ozono, como a tormenta, cubrió el valle e inundó mis sentidos.

Aterrorizado, me alejé deprisa del lugar y me incorporé a la carretera principal. No sé cómo llegué a casa. Conduje como un zombi durante tres horas, pero el tiempo pasó como en un suspiro. Me acosté de inmediato decidido a olvidarlo todo. Por la mañana, aún estaba impactado por los acontecimientos ¿no habría sido todo una pesadilla? Casi con miedo, me dirigí al garaje para ver que había pasado con mi coche. Allí estaba, refulgiendo en la penumbra con un brillo metalizado que me dejó paralizado. Recobrado el valor, pude acercarme a él para comprobar qué modificaciones había realizado Isidro. Con pulso tembloroso, abrí el capó para ver el motor. ¡Allí no había nada! Sólo una minúscula cajita, de forma piramidal conectada a la trasmisión, que emitía un, casi imperceptible, zumbido. Entré en el vehículo convencido de que me habían robado el motor. De forma automática di media vuelta a la llave de contacto. Mi Seiscientos funcionaba a la perfección y mi asombro crecía hasta límites insospechables. Algo llamó mi atención en el asiento de atrás: allí, perfectamente alineadas, encontré tres cajas de la cerveza que me había extasiado.

Ya han pasado cuatro años desde entonces y mi coche sigue funcionando. Nunca más he tenido que poner gasolina en el depósito, pero con la cerveza no tuve la misma suerte.

PINA DE EBRO A 17 de enero de 2006

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