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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

CUADERNO DE TAPAS NEGRAS

 

El señor Ezequiel poseía la única gasolinera que había a cincuenta kilómetros a la redonda de Bellarduy.  Su situación en medio de ninguna parte, entre Barbastro y la frontera con Francia, le proporcionaba la situación estratégica que constituía el secreto de la prosperidad de su negocio.

Además, el señor Ezequiel, mantenía surtida una tienda en la que podías encontrar las cosas más peregrinas, algo así como las “Galeries Lafayette” del alto Ésera.

Para el señor Ezequiel no había horarios. No le importaba que le despertasen en medio de la noche para repostar gasolina.  Los camioneros que hacían la ruta del estraperlo, lo sabían y aprovechaban la nocturnidad para hacer más anónimos sus viajes.

Seguramente, la envidiable relación del señor Ezequiel con los estraperlistas era la razón del increíble surtido de su trastienda. Allí no faltaban, en esos tiempos de carestía, las medias de seda o los zapatos de charol y lo mismo podías encontrar una linterna que un saco de patatas de la Argentina.

Yo solía ir a su gasolinera, con mi bicicleta de barra y mi uniforme reglamentario de cartero, para llevarle su abundante correo y algún que otro paquete postal.

—Carta de su hijo, señor Ezequiel, que le escribe desde Cádiz –le decía mirando el matasellos.

—Este hijo mío, siempre tan viajero, más le valía ayudarme con el negocio y dejarse de monsergas. 

—Que va a hacer el pobre, si está en el Servicio.

—Si hombre, ya me dirás tú lo que hace un montañés de marinero de guerra.

En ninguna de mis visitas pude evitar entrar en la tienda. Iluminada por una única bombilla y los pocos rayos de sol que dejaba pasar una ventana de cristales ahumados, parecía que entrabas en la cueva de Alí Babá. Un maremágnum de mercancías se amontonaba, sin orden aparente, entre estanterías de madera combadas por el peso de los artículos y el polvo de años.

El suelo también se cubría con abundante género, lo que dejaba, únicamente, un pasillo estrecho por dónde serpenteaba un atareado señor Ezequiel, con los brazos siempre cargados de bultos.

—Tenga cuidado que se va a caer —le decía—. Cualquier día se nos mata y, con tantos cacharros, no le encontraremos en meses.

—No te preocupes por mí, Teo, que yo no necesito ver para andar por mi tienda.

— ¿No le parece que sería mejor que ordenase algo el negocio? Perdone si me meto en dónde no me llaman, pero no se cómo hace para encontrar las cosas sin un mapa.

—Sé perfectamente dónde tengo cada cosa, además así me aseguro de que nadie me roba.

—Claro, sería muy difícil que nadie pudiera salir de este laberinto –le decía con sorna y él me respondía, entre grandes carcajadas, con su voz rotunda que hacía temblar los cristales:

—No seas guasón. ¿No querrás unas botas buenas del ejército alemán que me trajeron ayer?

Y es que no desaprovechaba cualquier ocasión para hacer negocio. Al ver mi cara de admiración, sin esperar mi respuesta se apresuraba a decir:

—Te las guardo entonces, que son de tu número.

No sé cómo podía recordar tantos pormenores el señor Ezequiel. No olvidaba un santo, un aniversario o celebración que le pudiese reportar beneficios en su negocio. Pero, de la misma manera que se acordaba de esos detalles, tampoco perdonaba una deuda y era implacable en el cobro.

No le importaba quién estaba delante para reclamar a los morosos su dinero. Era capaz de poner colorado al más pintado y le tenía sin cuidado que fuese el alcalde o el cura.

—Para mí cómo si es el Obispo o el Papa –me decía cuando le recriminaba su descaro—. A la hora de pagar, todos somos iguales, que ya lo dijo Nuestro Señor Jesucristo: llevaos como hermanos, pero no hagáis el primo. De ésta no se sale si no es pagando, dicen que el que paga descansa, pero más descansa el que cobra.—Aseguraba, golpeando con el índice la tapa ajada de la libreta de tapas negras que siempre le acompañaba, esa en la que pormenorizaba cada céntimo que le debían.

Yo pasaba horas escuchándole hablar de su vida en la carretera, como cuándo los milicianos, que iban de retirada hacia Francia, quisieron limpiarle la tienda y la proverbial aparición de la aviación alemana le salvó de la ruina. O cuándo las tropas fascistas, que los perseguían, le vaciaron los tanques de gasolina y le dieron, como pago, un vale que nunca nadie hizo efectivo.

—Mala cosa la guerra, mala para la gente y mala para el negocio –se lamentaba.

De cuando en cuando, me prestaba alguna novela o un libro de poemas publicados en México, de los que estaban en la lista negra del Régimen por el pasado, o el presente, rojo de sus autores.

Gracias al señor Ezequiel pude leer a Alberti, a Benjamín Jarnés, a Ramón J. Sender, a Francisco Ayala, a Salvador de Madariaga o a Rosa Chacel.

Me los entregaba envueltos en papel de periódico, dentro de alguna caja de zapatos o disimulados entre las verduras. Yo esperaba a llegar a casa para descubrir el título del libro prohibido, con impaciencia despojaba de su embozo al texto y lo devoraba hambriento buscando en sus páginas lo que la verdad oficial nos ocultaba.

Cuando se los devolvía me decía:

—No leas tan deprisa, Teo, que las lecturas, como las buenas comidas, hay que digerirlas.

Yo le miraba avergonzado y es que esos libros me quemaban en las manos. No era capaz de abandonar su lectura, pero cuando los terminaba corría a la gasolinera con los tomos en las alforjas, confundidos entre el correo, y me desprendía de ellos como se desprenden los pecadores de sus culpas en el confesionario. Entraba, con la cabeza gacha, al fondo de la trastienda dónde el Señor Ezequiel guardaba sus mercancías fuera de inventario. 

Cuándo por fin me deshacía de las lecturas subversivas salía liberado, con mis pecados expiados, como si me hubiesen dado la absolución y cumplido la penitencia.

Eso le hacía siempre mucha gracia al Señor Ezequiel que me decía:

—Teo, Teo, que no te van a salir granos por leer mis papeles.

Yo hacía como que me reía, pero la verdad es que me sentía como el adolescente que no puede evitar masturbarse y luego le remuerde la conciencia y jura que no lo volverá a hacer más, que para eso dice Mosén Julián que tocarse ofende a Dios y te puedes quedar ciego.

No sé si lo que leía con tanta culpa me iba a dejar sin vista, pero de momento me hacía ver las cosas de distinta manera a como nos las contaban en la radio y en los diarios. Así que, a los pocos días, cuando el gasolinero me ofrecía otro libro envuelto en periódicos, volvía a caer en la tentación y me lo llevaba sin decir nada.

El señor Ezequiel también trapicheaba con ganado. Suyo era el pequeño corral que se veía desde la carretera y que siempre estaba lleno de corderos, cabritos y alguna caballería. Él los compraba recién destetados a los pastores del valle y los cebaba en sus cuadras para surtir de carne a la tienda. Y para agosto, en la feria, vendía chuletas y costillas a todo el que se movía. No había nadie que se pudiese resistir a su insistencia y parecía que fuese parte obligada de la fiesta el ir a comprar cordero a la tienda de Ezequiel. No era de extrañar que el señor Ezequiel, hiciera su mejor cajón en esos días en los que procuraba tener novedades frescas entre sus productos para ofrecer a los parroquianos.

En mi primer agosto en Bellarduy, el señor Ezequiel vendió como nunca. La tienda rebosaba de gentes que pagaban religiosamente pues el gasolinero había colocado su cartel de fiestas: “En feria no se fía”

Quién más o quién menos, había cobrado la lana o había vendido el grano y, como pasaba pocas veces en Bellarduy, circulaba el dinero contante y sonante, lo que hacía aparcar, por poco tiempo, la famosa libreta de tapas negras del Señor Ezequiel. 

Con la vorágine de las ventas, el efectivo se fue acumulando en el cajón de madera que utilizaba a diario y, cuando se llenó, el señor Ezequiel echó mano de cajas de zapatos desocupadas para que hicieran la función de registradora. Conforme las se fueron llenando de billetes, las fue escondiendo en los sitios más peregrinos. Él confiaba en su prodigiosa memoria para no olvidar sus madrigueras. Pero aquel día algo pasó en su cerebro. Quié;n sabe qué conexión se rompió en sus neuronas de elefante borrándole sus recuerdos inmediatos.

Lo encontré al día siguiente, apoyado en el surtidor de gasolina, con la mirada húmeda y perdida, con el rictus desesperado del que ha perdido su bien más preciado.

— ¿Qué le pasa, señor Ezequiel, que tiene cara de enamorado?

—Querrás decir de endemoniado —me respondió de mala manera—. Lo he perdido todo, mi memoria, mi dinero, el género y hasta la libreta de tapas negras.

—Ya será menos –le dije intentando quitar importancia a su preocupación.

—Te digo que algo me ha pasado en la mollera y no consigo recordar dónde diablos lo he puesto todo. Me he despertado esta mañana entre cajas de cartón, con un enorme chichón en la cabeza, como si me hubiesen dado una paliza.

El señor Ezequiel estaba convencido de que le habían robado, que uno de sus deudores había aprovechado la confusión de la noche para quitarle su mayor tesoro: la libreta de tapas negras.

Nadie podía convencerle de que quizás fueran su imaginación y sus muchos años los que podrían explicar los lapsos de memoria.

Hizo llamar a la guardia civil para denunciar los robos. Y fueron ellos, y no ningún ladrón, los que produjeron la verdadera ruina del señor Ezequiel. Buscando pruebas del delito encontraron los libros prohibidos. Lo acusaron de rojo, le apretaron las clavijas hasta que cantó lo que recordaba de los estraperlistas y sus negocios nocturnos.

Una cosa llevó a la otra y terminó dando con sus huesos en la cárcel de Huesca, junto a los presos políticos y otras gentes del contubernio judeo-masónico –como se decía entonces.

Su hijo terminó la “Mili” y se hizo cargo de lo que quedaba de la tienda.

Una mañana de noviembre, me acerqué a la gasolinera a entregarle la correspondencia y me preguntó:

— ¿Es usted Teo verdad? Mi padre dejó un paquete para usted.

Al oírle temí lo peor. Quizás había dejado algún libro que pudiera incriminarme. Negué que el encargo fuese para mí, le aseguré que no esperaba nada, pero él insistió:

—En la caja está escrito su nombre y no se preocupe que no tiene que abonar ni un duro. En la tapa pone: Pagado. Ya conoce usted a mi padre y si pone pagado es que está pagado.

Al final no fui capaz de ir en contra de su insistencia y cogí el paquete envuelto en papel de periódico.

— ¿No lo abre? —Preguntó con curiosidad.

—Lo haré en casa —me excusé—, tengo mucha prisa.

El hijo del señor Ezequiel se quedó como pasmado, con los hombros encogidos, asombrado, sin duda, por mi extraño comportamiento. Yo, por mi parte, monté en la bici y pedaleé todo lo rápido que pude hasta Bellarduy.

Subí las escaleras saltando como un gamo. Cerré la puerta tras de mí y hasta eché el cerrojo. Con el corazón golpeándome el pecho, abrí la caja y para mi sorpresa allí no encontré ningún libro marxista, ni ejemplar alguno del Mundo Obrero. 

Unas magníficas botas, embetunadas de negro, con sus cordones engrasados y sus hechuras militares me miraban haciéndome burla con las lengüetas. No pude reprimir una risa nerviosa, de alivio, quizá de culpa, por mi cobardía. Me quité los zapatos dispuesto a probar mi inesperado regalo. 

Al intentar introducir el pie derecho, noté algo extraño que ofrecía resistencia en el interior de la bota. A tientas, busqué con la mano esperando encontrar algún resto de papel de los que se utilizan para conservar la forma del calzado nuevo.

Para mi sorpresa, apareció un viejo cuaderno, con tapas negras, de esos que aseguran su hermetismo con una goma elástica.

El viejo cuaderno de tapas negras que abandonó a su suerte al señor Ezequiel al perder el estrecho vínculo que lo unía con su memoria.

 

 

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