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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

DOMITILA A MI PESAR

Domitila fue la primera esposa del emperador Vespasiano, el brillante romano al que se le ocurrió poner un impuesto por utilizar los urinarios públicos. Por eso los romanos empezaron a llamar vespasianos a los retretes en su honor y por eso al padre de mi madre, que trabajaba de mozo en los servicios de un cine, se le ocurrió ponerle ese pintoresco nombre que le marcó desde pequeña.

 

Un nombre, a veces, es una pesada carga. Cuando es un nombre poco común, te sientes lastrada por él, obligado a deletrearlo una y otra vez por qué no lo entienden cuando lo dices, te ves abocada a soportar las burlas, siempre hirientes, de los niños que buscan en la diferencia la diana de su crueldad. Y luego, cuando has conseguido superar el lastre de tu rareza y te sientes orgullosa, por fin, de tu originalidad te dices: "¿Cómo no voy a poner Domitila a mi hija? ¿Y si se pierde el nombre? Y vuelves a cometer el mismo error que tus padres.

 

Yo soy Domitila de segunda generación. Siempre odié a mi madre por colgarme ese Sambenito que me acompañará mientras viva. No me ha ocurrido igual que a mi madre, nunca pude acostumbrarme al nombrecito, incluso he intentado cambiarlo en el Registro Civil, pero el adusto funcionario que me tocó en suerte se empeñó en que tenía que buscar un nombre que empezase por D: Dorotea, Demetria, Desideria, Dolores ..... Casi me pareció peor el remedio que la enfermedad, así que seguí con el nombre de la insigne liberta del siglo primero. De todos modos, cada vez me duelen menos las risitas que provoca a quien lo escucha por primera vez. Los que me quieren lo suavizan y me llaman "Domi", "Tila", hasta hay uno que me susurra Domitilita en los momentos más íntimos que pasamos en su reclinable "Fiat Estilo".

 

Cuando estoy en ese coche italiano, con sus asientos de sensual suavidad, no puedo menos que recordar a la Domitila romana, que no llegó a ser emperatriz, pero fue madre del gran Tito (a lo mejor por eso les llaman "titos" a los orinales, al padre le dio por los urinarios y al hijo...) parece que la veo pasear por los suntuosos parques de la Roma Imperial, con sus ojos verdes musgo, con la túnica rozando el perfecto empedrado. Seguro que ella sí estaría orgullosa de su nombre y cuando llegara la noche romana, sin el disfraz de la luz eléctrica, se abandonaría en el triclínium esperando su mejor hora: la de acostarse. En el lecho, Vespasiano la cargaría de besos y de sueños imperiales. Y ella, arrullada por el lujo de la seda, se dormiría en sus brazos acordándose de cuando era esclava, sabiendo que sus hijos Tito, Domiciano y Domitila no pasarían nunca hambre.

Yo, a veces, me imagino que vivo en el año 69 d.c. y soy la hija del Emperador, rodeada de aduladores, pretendientes, regalos y cenas eternas que empiezan a las cuatro de la tarde y terminan entrada la madrugada. Cenas con pescados de las mas variadas clases: salmonetes, anguilas, lenguados; aves: tordos, tórtolas, perdices, lirones; y carne de cordero, cabrito, cerdo o jabalí. Postres con frutos secos, pastelitos de miel y vino en abundancia, sólo o con agua y miel. Sin embargo, ahora, de vuelta del mundo de los sueños, devoro un plato tan poco imperial como el arroz a la cubana. Con su sencillez lo tiene todo: la energía vigorizante de la fécula, el rojo ardiente del tomate y la temblorosa isla de yema huevo. Adoro romper con el tenedor la perfecta bandera tricolor del plato, componer nuevos colores mezclando el rojo, el amarillo y el blanco. Luego, cuando aún humea, sucumbo a los sabores simples de amalgama perfecta para después consolarme pensando en que, si bien mi novio no es emperador ni se llama Vespasiano, al menos me lleva a pasear los domingos soleados en su Vespino.

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