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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

LA ROSA DE LOS VIENTOS.- Por José Manuel González

La vida de un superhéroe es monótona dentro de lo que cabe, tenemos las obligaciones propias de nuestros superpoderes: salvar al mundo de los súper-villanos, defender a los oprimidos de sus opresores, asistir a las víctimas, solucionar las consecuencias de las catástrofes naturales y todas las demás bagatelas que los cómic Marbel se han encargado de airear.

Lo que pasa es que, en el tiempo en que vivimos, hay tantos de mi clase que, a veces, tenemos que pelearnos por ejercer nuestra labor salvadora. Ayer, sin ir más lejos, tuve una terrible trifulca con "El Hombre de Paja", -no confundir con Pajaman que como todo el mundo sabe es de los malos y un guarro- , tan prepotente él, quería apagar el incendio declarado en una gasolinera. El caso es que yo llegué primero, pero se empeñó en ayudarme sin darse cuenta de que su cuerpo arde con facilidad y que toda la gracia de sus superpoder consiste en ir dejando un rastro de pajitas por donde pasa y salir volando cuando sopla una ráfaga de viento. Por eso tuve que llamar a mi amigo Waterman para apagarlo (al Hombre de Paja, la gasolinera ardió por completo).

 

El viernes veinticinco de mayo me levanté con la firme convicción de dar un giro a mi vida. Lo tenía decidido, a partir de ese día iba a adoptar una personalidad secreta. Con muchas dificultades me confeccioné un traje de camuflaje que consistía en:

-Pantalón vaquero, gastado por las rodillas, con su roto deshilado y bolsillos en el culo.

-Camisa de cuadros con bolsillo en el lado izquierdo y botones de nácar de cuatro agujeros.

-Zapatos marrones, gastados en la suela y los talones, con cordones y una mancha en el empeine derecho.

También me hice con una gorra de esas de béisbol con visera enorme, pero fui incapaz, tras muchos intentos, de mantenerla puesta algo más de unos segundos sobre mi etérea cabeza.

 

Tras el desayuno de todos los días (leche ozonizada, galletas de protones con neutrinos y el aburrido zumo de roca) salí de casa decidido a no utilizar mis superpoderes.

Por la calle vi a Súper Vulpes, con su rabo al viento, su hocico respingón y sus orejitas color canela. Ella, como siempre, me saludó como se saluda a un extraño al que ves todos los días

-¿Qué tal Súper Cierzo? Dijo peinando sus velludos brazos y sin levantar la vista.

Yo no pude menos que ocultar mi decepción y me largué soplando en dirección noroeste fuerza tres. Al llegar a la esquina vi la típica cabina telefónica y con la rapidez del viento -que por algo soy Súper Cierzo- me coloqué el traje con mi nueva identidad.

 

El resultado fue impresionante. Nada más verme Vulpes alzó esos increíbles ojos color avellana y frotó sin disimulo su frondoso rabo entre mis piernas. No pudo evitar su naturaleza, siempre ha sido y será un zorrón. Por un momento, creí que me iba a descubrir, que mi cuerpo de aire se desintegraría dejando en el suelo el disfraz, pero por increíble que pueda parecer, nada de esto sucedió.

 

Vulpes quedó prendada al instante de mi aspecto desvalido. Yo la veía seguirme, con disimulo, mientras recorría la calle andando (sí, han escuchado bien ¡andando! ¡Sobre el suelo! ¡Sin volar!) La sensación de libertad era increíble.

 

Continué callejeando durante más de una hora viendo la sombra peluda de Vulpes que merodeaba ya con descaro. Dos veces estuve tentado de descubrirle mi verdadera identidad, pero en el último momento resistí el impulso. Ahora me sentía un tío importante, querido, atractivo incluso. Sabía que tenía que entrar en una situación comprometida para dejarme salvar y así culminar mi transformación. Por eso, cuando vi aparecer el enorme camión de la basura no lo dudé. Crucé la calzada con gesto distraído y paso decidido. El camión, lanzado cuesta abajo, fue incapaz de frenar. Ese era el momento para que interviniese Vulpes, pero en el último instante, cuando sus potentes piernas iniciaban un acrobático salto, fui izado por el aire asido por los sobacos. Levanté la vista lleno de rabia para comprobar quien era el aguafiestas.

-Tierra trágame -me dije- es Tramontana mi ventosa novia.

Me dejó con suavidad cerca de la parada de metro. No me reconoció, sin embargo, creo que encontró algo familiar en mi aspecto.

Muy asustado, me deshice del disfraz y me dirigí a nuestro bar preferido, a la Rosa de los Vientos, donde me esperaban Siroco, Mistral y Tramontana que seguía algo mosqueada por no poder relacionar a quién le recordaba la cara del panoli que había salvado.

 

Como cada viernes, tomamos un extenso surtido de aguas ionizadas y el típico oxígeno puro que sirven en todos los bares de superhéroes. Siroco inició una de sus locuras, soplaba cálido como la fragua de Vulcano; Mistral bebía de su copa harto de todo, mientras, Tramontana miraba buscando en mi cara la sombra de la culpa. Yo, por mi parte, desviaba la conversación hacia temas triviales: las próximas elecciones al consejo estelar, los precios de los vehículos espaciales y lo mal que se está poniendo aparcar en la Luna. Para Tramontana era evidente que estaba ocultándole algo. Me sometió a un sutil interrogatorio hasta que me derrumbé. Canté como un jilguero, le enseñé mi disfraz algo manchado de asfalto y ella empezó reír con fuerza lo que motivó el consiguiente vendaval y las protestas del pesado de Mister Granito, quejándose de que, su querida Súper Piedra Pómez, había salido despedida al fondo del bar con su consumición incluida.

 

Lo gracioso de todo es que Tramontana no se lo tomó nada mal, cuando terminó de reír me estampó un beso que resonó como un trueno y derribó, nuevamente, varias consumiciones.

 

Tras las miradas asesinas del dueño del local, nos largamos con viento fresco (o cálido, según se mire) el día había sido agotador y hasta los superhéroes necesitamos un descanso.

 

Pina 11 de junio de 2007

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