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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ MARTÍNEZ

REAL COMO LA VIDA MISMA

 DEL SUR AL NORTE

A mi abuelo lo metieron preso cuatro años en la cárcel de Granada por gritar: "viva la República", cuando la República estaba muerta. Él, que no sabía escribir su nombre y que había votado a las derechas en las últimas elecciones, que había puesto la X y la huella de su pulgar donde le dijo el Señorito, no supo sujetar su lengua en la taberna y el vino áspero de la posguerra le jugó una mala pasada.

La potencia de voz de mi abuelo le había servido para detener un tren que transitaba desde Baza hacia un seguro descarrilamiento. Un desprendimiento cubría las vías y mi abuelo detuvo el convoy con las señales de sus brazos y la fuerza de su garganta.

Con su hazaña se ganó el apodo de "El Paratrenes", pero de todas formas, en la taberna, su exuberancia vocal le trajo la ruina. Los chivatos del Señorito cumplieron con su misión y mi padre, a sus trece años, se vio al frente de la familia como su único sustento.

 

El panorama no era muy alentador: cuatro hermanos, el mayor inválido por culpa de la poliomielitis y del médico incompetente que le aplicó botones de fuego, dos niñas pequeñas, mi padre y mi abuela.

La cosecha estaba a punto, el trigo esperaba dorado y fecundo a las hoces de los segadores, pero el Señorito no alquila a rojos y les quitó el único campo que trabajaban. Nadie se atrevió a protestar por el atropello, en la España convulsa de después de la guerra, los pobres eran más pobres y los ricos se hacían más ricos aprovechando su posición dominante sobre los vencidos.

Y por eso mi padre salía, antes del amanecer, a buscar esparto, a trabajar en el molino de Cúllar acarreando sacos descomunales, cambiando su sudor y su dolor de espalda por pan negro. Marchaba a la sierra a segar espliego, lavanda y otras hierbas aromáticas que acarreaba con un borrico al que las niñas idolatraban. La cueva en la que vivían se llenaba del aroma intenso del altiplano granadino. Parecía que la fábrica de perfumes comprara la esencia de la sierra y la vega, que el olor que impregnaba cada una de las estancias de esa cueva de la calle Barranco se pudiese embotellar. De todas formas, a la familia le hubiese gustado más oler a aceite frito, a tocino de veta y a migas de harina.

 

Mi padre asumió su prematura hombría con resignada naturalidad y reprendía a su hermano cojo cuando trapicheaba con tabaco en el estraperlo. Mi tío subía a los trenes con su saco de arpillera cargado de picadura de tabaco, escudándose en su minusvalía para evitar a la guardia civil. Más de una vez tuvo que saltar del tren en marcha y más de una vez estuvo desaparecido semanas enteras. Cuando regresaba a Cúllar, lleno de marcas, nadie preguntaba y él tampoco entraba en detalles.

 

Mi abuelo salió de la cárcel, pero ya nunca fue el mismo. En su carácter se incrustó la desconfianza y la rabia que, a veces, pagaban sus hijos. Poco a poco la familia fue reponiéndose, mi padre arrancaba jornales en las áridas tierras de su pueblo y mi tío seguía con sus "negocios" y fabricaba esparteñas que luego vendía en la plaza por cuatro reales.

 

Llegada la edad, mi padre fue llamado a filas y siguiendo con su suerte esquiva fue destinado a Melilla. Allí le entró el gusanillo por los viajes y la aventura. Él, que nunca había salido de su pueblo, que apenas había ido a la escuela, que aprendió a leer casi a escondidas, se vio en otro continente, en otra cultura tan distinta a la suya, con compañeros de toda España que le hablaban de sus pueblos, de lugares donde los jornales se pagaban a precios razonables, donde una persona joven con ganas de trabajar podía prosperar.

 

Por eso, cuando regresó del "Servicio" decidió emigrar. Se apuntó a una cuadrilla de segadores que iban de pueblo en pueblo exprimiendo, con sus hoces, los tallos preñados de trigo. Luego terminó en Valencia y aprendió a plantar arroz. Era un trabajo durísimo, siempre mojado, con los pies siempre llenos de heridas por los carrizos y las piernas cubiertas de sanguijuelas. Sin embargo, el trabajo estaba bien pagado, descubrió que por fin su esfuerzo tenía recompensa y decidió seguir a los arroceros en sus periplos por otras tierras.


 

Así fue como llegó a Pina, en la ribera del Ebro. En aquellos años se había implantado el cultivo del arroz en las salobres tierras de la Huerta Alta. Los pocos visionarios que emprendieron la aventura del arroz, enfrentándose al resto de agricultores siempre reacios a los cambios, necesitaban abundante mano de obra que no encontraban en Aragón. Los jornaleros, agrupados en cuadrillas, se alojaban en graneros y casas viejas. Andando o en bicicletas, poblaban los arrozales con sus acentos del sur y sus cánticos flamencos.

 

 

Mi padre se adaptó bien a ese clima continental que tanto se parecía al de su lejano Cúllar. Inviernos fríos, veranos abrasadores, el viento que cala los huesos y arranca nubes de polvo, la estepa monegrina tan parecida a las sierras que amaba.

En los inviernos, cuando los jornales escaseaban, se dedicaba a cavar regaliz que transportaba a lomos de una vetusta bicicleta que hacía las veces de su añorado borrico. Pronto destacó entre los jornaleros y se granjeó una reputación frente a los propietarios. Se dio cuenta que ese pueblo aragonés no había tantas diferencias entre ricos y pobres, que los pequeños propietarios trabajaban codo con codo con los jornaleros y que no era difícil mezclarse con ellos. De todas formas siempre había algún patoso que veía en los andaluces intrusos, gente dispuesta a quitarles el trabajo y hasta las novias.

 

Como no podía ser de otra forma, la familia siguió el éxodo de mi padre. Pronto se reunieron todos -menos Rosa que se fue a servir a Mallorca- en torno a la seguridad que siempre encontraban en mi padre.

 

La casa alquilada de la Calle Mayor se llenó de olores a guisos del sur. Gachas, migas de harina, potajes de garbanzos, tortas de aceite e infinidad de comidas picantes que mi abuela Bárbara preparaba con magistral destreza a pesar de que desde pequeña carecía del sentido del olfato.

 

El arroz poco a poco entró en declive, las tierras de la huerta se lavaron por la acción del agua y dieron paso a nuevos cultivos en los que la mano de obra no era tan necesaria. Por eso mi padre, tomó la decisión de emigrar a Francia siguiendo su instinto aventurero y por pura supervivencia.

 

En el país vecino encontró patronos que abusaban de los obreros, pero también encontró nuevas ideas, empezó a conocer el sindicalismo, los derechos de los trabajadores y la lucha obrera. Aprendió el idioma y regresó con dinero y, sobre todo, con el barniz de la libertad que cubría cada uno de los departamentos franceses.

 

Y conoció a mi madre. Ella siempre ocupada en el cuidado de su madre enferma, única chica entre cuatro hermanos, con la obligación del servicio marcada a fuego en su carácter, vio en mi padre el compañero ideal y el amor exótico. Se casaron, tras un noviazgo breve, por la mañana, sin muchas ceremonias, pues mi madre estaba de luto por la reciente muerte de mi abuela Josefa.

 

Comenzaron a edificar una vida juntos, se unió en su matrimonio la alegría y la fuerza de mi padre con la determinación imparable de mi madre. Y mi madre, planificó un proyecto de futuro que comenzaba con construir su propia casa y seguía con la compra de sus tierras. Por eso marcharon los dos a Francia, prácticamente recién casados. Necesitaban la solvencia de los francos para hacer realidad sus sueños.

 

Estuvieron dos meses en un hotel de la costa de Marsella, pero mi madre no vio el mar hasta la última semana. Ella, que ya cargaba en su seno con su primogénito, se perdía entre montañas de vajilla que lavaba a mano. Con la cintura siempre mojada no me extraña que yo saliera con cierta fobia al agua. Luego, hartos ya de los abusos de los patronos decidieron cambiar el trabajo de la hostelería por lo que ellos conocían mejor: el campo.

 

En la finca inmensa de la Camarga francesa, mi padre hacía de regador mientras mi madre recolectaba manzanas entre multitud de mujeres de otros países. Y allí, entre manzanos, fueron felices en su recién estrenado matrimonio. Mi padre hizo una cama con cuatro tablas y mi madre improvisó un colchón que rellenó con paja. En una casita destinada al guarda de la finca pasaban las noches sin luz eléctrica, ahorrando cada céntimo para llevar a España, para regresar a Zaragoza con los bolsillos llenos no sólo de esperanza.

 

Mi padre volvió otra temporada a Francia, pero mi madre, con las obligaciones de la maternidad le esperó en Pina. Luego llegó la vida en Zaragoza, en el pequeño piso de la calle Conde de la Viñaza, ese que mi madre consiguió al edificar, un dudoso contratista, en la "parcelita" que había comprado de soltera cuando las Delicias eran todo campos. En los cuarenta metros del principal derecha mi padre aprendió fontanería en seis meses gracias a la formación profesional acelerada. Ese peldaño más que consiguió subir le brindó la posibilidad de ir a trabajar a la lejana Libia, a Bengasi. Una empresa zaragozana cambiaba sus árboles frutales por petrodólares. En los inmensos desiertos libios mi padre luchaba para transformar la arena en tierra fértil.

 

Regresó a los seis meses cargado de regalos estrambóticos: bolígrafos, calculadoras japonesas, una diminuta televisión con radiocasette, ropa interior de colores imposibles y una colección completa de monedas árabes.

 

 

 

Mis hermanos y yo lo escuchábamos embobados cuando contaba sus aventuras, como cuando llegó a Trípoli desde París y no había nadie para esperarlo. Tuvo que hacer acopio de sus conocimientos del idioma francés para que un taxista lo llevase campamento por campamento hasta llegar al único de españoles en Bengasi. Nos contaba como había adiestrado una rata-canguro del desierto, como había curado con sus manos a varios compañeros su mal de garganta, emulando a San Blas y desmintiendo nuestra incredulidad, como todos los trabajos duros eran encargados a los trabajadores del vecino Chad, mientras los libios se negaban a agachar el lomo, como le quitaron, en el aeropuerto de Trípoli, el Interviú que se había comprado en Madrid junto a un pequeña botella de güisqui que, según él, llevaba para atenuar su dolor de muelas.

 

Cuando terminó su aventura africana empezó a trabajar en una empresa de construcción de un paisano suyo. Allí se rompió dos costillas en una zanja mientras cambiaba una vieja tubería en la calle Caspe. Con sesenta años y toda la vida trabajando, enlazó un despido por fin de obra con la jubilación anticipada que le dejó en Pina con sus dos cajetillas de Celtas Largos y la tos de las mañanas.

 

Temprano al huerto, al mediodía de chatos con los amigos, por la tarde a dar vuelta por los campos cargado con sus tres perras que lo hubieran seguido hasta el fin del mundo. Luego vino el desmayo, el falso diagnóstico de gripe, la visita a urgencias, la placa de pecho y el maldito cáncer que le llevó a la amplia habitación del antiguo hospital de tuberculosos.

 

Y allí, en Zaragoza, culminó su último viaje. Un mes le bastó para irse de nuevo, pero esta vez no hubo retorno.

 

 

 

 

 

 

4 comentarios

M.Prieto -

Hola José Manuel.
He dado una vuelta por tu blog, muy bien como siempre, Dos cosas;una, necesito tu correo para mandarte una foto, y dos, en el relato DE SUR A NORTE había una foto que ahora no se ve, que me gustaría poder examinar en su tamaño real. Dime algo. Un saludito.

Tajalápiz -

Bonita historia y bien contada que encontré por casualidad y he leído con gusto.

Manuel Esteban Prieto -

Joplas: José Manuel,Sin quitarme los glarimones que me caen por las mejillas, escribo estas lineas. Locuaz prosa, para contar tan tremenda historia. Tú sabes por que lloro y me emociona tanto tu relato. Parecidas las historias, parecidos desenlaces buaaaa.
Hola de nuevo José Manuel ya estoy recuperado pero, ha sido muy fuerte, cuando te linke por medio del blog de Marisa no esperaba esto, ni mucho menos (escribes muy bien) y me encanta el relato.
Yo, tengo colgada una página web que trata sobre todo de fotografía, http://www.manuelprieto-mp2.com/ y en el apartado reportajes anteriores hago también un pequeño homenaje al carretillo de mi padre y algunas historias mas que, sin estar demasiado bien escritas, seguro te parecen interesantes y te traen algún buen recuerdo.
Un saludo.

marisa -

otro que me ha gustao. Hasta lo he enlazado en mi página con foto tuya en el garito. ¿te parece bien?